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Chapter 4 - Los obispos Sol, Luna y... Destino

Tres minutos antes…

En medio de la llanura blanca, con el viento cortante silbando entre los riscos, Aila permanecía inmóvil, su figura esbelta cubierta por una capa gruesa del mismo tono de la nieve que la rodeaba. A pesar del frío, no temblaba. Ni una pizca de emoción en su rostro.

Su mente estaba en otra parte.

> ¿Por qué vino un cardenal? ¿Es esta nueva secta tan peligrosa?

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz grave y clara, una voz con esa clase de arrogancia seductora que le daba náuseas.

—Oye, Aila, ya te dije que mi futura esposa no puede tener el ceño fruncido todo el tiempo.

El suspiro le salió solo.

> Ya llegó el dolor de cabeza...

Se giró lentamente, con expresión de quien ya ha perdido la paciencia antes de comenzar la conversación.

Ante ella estaba Dorian Gray, con su reluciente armadura templaria —plata con detalles carmesí— perfectamente pulida como si acabara de salir de una ceremonia. Su cabello rojo como el fuego parecía bailar con el viento. Sus ojos, escarlata, rebosaban de confianza.

> Bastante atractivo, si me preguntas… lástima que abre la boca.

Con una sonrisa lujuriosa, Dorian siguió:

—Vamos, mi reina del hielo, ya hace suficiente frío en esta montaña como para que tú también seas tan fría conmigo.

Aila entrecerró los ojos, saboreando cada palabra como quien decide lanzar un veneno muy lentamente:

—Dorian Gray… ¿cuántas veces te he dicho que no te me acerques? No seré tu esposa. Ni ahora ni nunca. Eres un mojigato que ni siquiera puede mantener sus pantalones puestos.

—Ni sé cómo eres el rostro de la Iglesia del Sol.

La sonrisa de Dorian se torció ligeramente. Pero, como siempre, mantuvo la compostura.

—Vamos, vamos… cálmate, Aila. Estamos en una misión. No perdamos el tiempo con niñerías.

> "Aila, mi querida Aila... Lo sabes. Es solo tu estúpido orgullo el que no te deja ver la verdad. Eres de las pocas que están a mi altura…"

Dorian tenía dos pasiones en la vida: las mujeres y el poder.

Y haría cualquier cosa para poseer ambos.

—Por cierto, ¿no has visto al obispo del Destino? ¿No se suponía que venía con nosotros?

—Está detrás de ti, Dorian.

Dorian giró con rapidez, sacando su lanza, lanzo una rápida estocada que se fue detenida por una figura alta, silenciosa, envuelta en una túnica negra con ribetes morados, rostro cubierto por un sombrero oscuro y una capucha. Ni siquiera sus manos eran visibles —guantes de cuero opaco cubrían hasta la última articulación y que agarraban la lanza por la punta.

No hubo palabras.

Pero antes de que pudiera procesar su presencia, un estruendo lejano sacudió la montaña. Aila habló con firmeza:

—Está hecho. Dejen de perder el tiempo y síganme.

La figura sombría soltó la lanza y asintió sin palabras para después siguir a Aila a las profundidades del bosque nevado y abandonar la llanura, dejando a Dorian detrás, con la boca entreabierta.

Dorian, aún aturdido, corrió tras ellos. Mientras los alcanzaba, notó algo brillar en la mano de Aila, aunque no le dio importancia.

Ignorando al obispo, le dijo:

—Entonces... ¿ahora que las defensas están caídas, atacamos?

Aila ni siquiera lo miró.

—¿No leíste el reporte?

Suspirando, añadió:

—Olvídalo. ¿Qué puedo esperar de ti?

Dorian respondió con esa sonrisa suya que provocaba ganas de abofetearlo. Aila apretó los dientes.

—Nuestra misión es infiltrarnos en las instalaciones, rescatar a la mayor cantidad de personas posible y, si no es viable, recolectar toda la información que podamos.

Dorian chasqueó la lengua, fastidiado:

—Pero eso suena aburridísimo. Esto debería hacerlo la servidumbre, no nosotros. ¿Dónde están el Arzobispo y el Cardenal? ¿Por qué no se encargan ellos?

—Cállate.

La voz de Aila se tornó gélida.

—Están interceptando a los altos mandos de esta secta.

—¿Y los sacerdotes? ¿Y los otros inútiles?

—Dorian, deja de decir estupideces. Ellos se encargan de los miembros menores.

Dorian no pudo evitar soltar otra provocación, con su sonrisa ladina:

—Admítelo, Aila… si no sintieras algo por mí, no me hablarías. Con los demás ni siquiera te molestas.

De pronto, Aila se detuvo.

Con un giro seco, ejecutó una patada giratoria que impactó directamente en el abdomen de Dorian, enviándolo rodando por la nieve.

Con voz firme, dijo:

—Te estoy hablando porque la última vez dijiste que estabas aburrido y desapareciste a mitad de la misión… arruinando toda la operación.

Dorian, aún en el suelo, recordó aquella vez. Recordó los cuerpos. Las consecuencias. Pero… no le importó.

Lo único que lamentaba era que Aila, su Aila, lo mirara ahora con desprecio.

Aila, ignorando ya por completo al payaso que la seguía, volvió a concentrarse en el objeto que tenía en la mano: un dispositivo redondo, con detalles plateados y líneas que latían con un pulso azul neón. Del tamaño de su palma.

Lo arrojó al suelo con precisión. El artefacto comenzó a emitir un zumbido rítmico mientras su luz se intensificaba.

—¿Qué es eso que tanto ves? —preguntó Dorian con falsa inocencia—. ¿Una joya para mí?

Aila lo fulminó con la mirada.

—Idiota… es un sínodo de maná.

Dorian, molesto por el tono, replicó:

—No necesito saberlo. La servidumbre lo hace por mí. O me lo explicas bien o me largo.

Aila respiró hondo. Le costaba creer que este hombre fuera el obispo representante de la Iglesia del Sol.

—La servidumbre que tanto desprecias está desplegando estos sínodos por toda la montaña. Cada uno inicia una resonancia de maná que recolecta datos estructurales del subsuelo.

Se inclinó brevemente, apuntando al dispositivo:

—Eso nos dará un mapa detallado de las infraestructuras bajo esta montaña. Así encontraremos la entrada.

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