Cherreads

Chapter 2 - El café que sabe a vida

La cafetería quedaba a unas cinco cuadras del puente. Caminaban en silencio. El sonido de la lluvia cayendo sobre las chapas, los charcos salpicando bajo sus pies, y el crujido de sus ropas mojadas eran lo único que rompía el aire. Ninguno de los dos sabía por qué estaban yendo ahí. Tal vez porque caminar les daba una excusa para no volver a mirar hacia atrás. Tal vez porque, aunque no lo admitieran, ya no querían estar solos.

La cafetería no era más que una especie de kiosco con mesas viejas, una máquina de café que gruñía cada vez que la usaban, y unas sillas de plástico dobladas en las patas. La luz blanca del tubo titilaba sobre ellos como si dudara entre encenderse o apagarse del todo. El lugar olía a grasa vieja, café recalentado y algo de humedad añeja, como si el tiempo mismo se hubiera podrido ahí adentro.

Álvaro abrió la puerta con una mano y sostuvo el paso para que Ana entrara. Ella cruzó el umbral sin decir nada, chorreando agua desde las mangas hasta las zapatillas rotas. Su pelo azul goteaba sobre el piso.

—Bienvenida a la civilización decadente —murmuró Álvaro con una media sonrisa.

Ana lo miró de reojo, con el flequillo pegado a la frente.

—Es horrible. Me encanta.

Pidieron dos cafés chicos. El mozo, un tipo mayor con cara de nada, ni los miró. Sólo arrastró los pies hasta la máquina, llenó dos vasos descartables con un líquido oscuro que olía más a humo que a café y les arrojó un par de sobres de azúcar sobre la mesa como si tirara dados.

Se sentaron contra una ventana empañada. Afuera, la calle parecía aún más gris vista desde adentro. Ana estiró las piernas con un suspiro que no era del todo físico. Sus movimientos eran lentos, como si el cuerpo le pesara el doble.

—Nunca pensé que estaría compartiendo una cita con un exmilitar en una cafetería de mala muerte después de intentar tirarme por un puente —dijo ella, sin mirar, girando el vasito entre sus dedos temblorosos.

—Tampoco yo pensé que terminaría tomando café con una suicida de pelo azul que fuma sin toser.

Ana lo miró, parpadeó, y luego se rió. Una risa bajita, áspera, como si hubiera olvidado cómo se hacía.

—¿Y eso te sorprende?

—Un poco. Las chicas con ese color de pelo que conozco suelen tener Instagram llenos de selfies con frases tipo "sé tu propia luz".

—Yo no tengo ni Instagram.

—Entonces sos especial.

Ella lo miró con una mezcla rara de burla y ternura.

—No soy especial. Solo... invisible.

Álvaro no respondió. Miró su vaso humeante, lo levantó, y tomó un sorbo. Frunció la cara.

—Es horrible.

—Sí. —Ana lo imitó—. Pero... me hace sentir algo. Me quema la lengua. Me recuerda que estoy viva. Supongo que eso vale más que el sabor.

Él la observó con atención. Tenía las uñas mordidas, la piel con pequeñas cicatrices en los dedos, el cuello lleno de marcas antiguas. Los ojos grandes, claros... como si escondieran un incendio que ya no ardía, pero seguía humeando.

—¿Vivís sola?

—Sí. En una pensión con habitaciones del tamaño de un baño público. La mía tiene una sola ventana, que da a una pared llena de humedad. El techo gotea cuando llueve. Hoy debe estar goteando.

—¿Y cómo hacés?

—Trabajo limpiando casas. A veces cuido chicos de señoras que me miran como si pudiera robarles el alma. Me pagan poco. Pero es lo único que no me hace sentir como si me vendiera de nuevo.

—¿Amigos?

—No. No tengo tiempo. Ni ganas. La portera me presta sal de vez en cuando. El hijo del chino me da los fideos rotos. Son lo más parecido que tengo a una red de afecto.

—¿Y familia?

Ella bajó la vista. Se quedó en silencio unos segundos, masticando algo que no iba a salir.

—¿Querés que te responda con un silencio o con una mentira?

—Silencio está bien.

Ella asintió, sin mirarlo. Su mano se aferró al vaso como si fuera un ancla.

—¿Y vos?

—Dormí en un refugio hasta hace una semana. Después alquilé una habitación en un hotel de mala muerte. No tengo laburo. Nadie quiere contratar a un tipo que se despierta gritando a mitad de la noche. O que tiene una mirada como la mía.

—¿Cómo es tu mirada?

—Como si siguiera viendo explosiones detrás de cada sombra.

Ana lo observó. No dijo nada, pero en su mirada hubo reconocimiento.

—¿Y sabés cómo es la mía? —dijo después de un rato.

—¿Cómo?

—Como si cerrara los ojos y todavía sintiera manos que no quiero recordar.

Hubo un silencio largo. No incómodo. Triste. Íntimo. Compartido.

—Una vez una mujer me dijo algo que nunca olvidé —dijo Ana.

—Decime.

—Que algunos estamos rotos de forma tan profunda… que solo alguien igual de roto puede entendernos. Pero no para curarnos, sino para... sostenerse sin que duela tanto.

—¿Y eso somos? —preguntó Álvaro.

—Dos piezas rotas que encajan, no porque sean perfectas... sino porque las grietas se parecen.

Él bajó la mirada. Dudó. Luego dijo:

—Podés quedarte esta noche conmigo si querés.

Ella levantó las cejas, apenas.

—¿Eso fue una invitación sexual o…?

—No. Es una invitación humana. Dormí en la cama. Yo me tiro en el piso si querés. Solo... no quiero estar solo esta noche. Y no quiero que vos lo estés.

Ana lo miró largo rato. Y por primera vez, no hubo distancia en sus ojos.

—Está bien. Pero yo ronco.

—Yo también. Así que empatamos.

---

El hotel estaba en una calle olvidada, con una puerta que chillaba al abrirse. El recepcionista ni los miró. Subieron cuatro pisos por escalera. Ana jadeaba cuando llegaron.

—No sé qué es peor. Morir ahogada o subir estas escaleras.

Álvaro sonrió.

La habitación era pequeña: una cama, una mesita, una lámpara colgante y una radio vieja en una repisa. Le alcanzó una toalla seca y una remera grande.

Ella fue al baño, se cambió, y cuando salió tenía el pelo azul todo revuelto, la cara más limpia... y los ojos más rojos.

—¿Sabés? —dijo, sentándose en la cama—. No sé por qué... pero me siento segura acá. Y eso me asusta.

—A mí también. Pero me pasa lo mismo.

Se acostaron sin tocarse al principio. Pero de a poco, sus cuerpos se buscaron como si supieran algo que ellos todavía no entendían. No hubo sexo. No hubo promesas. Solo el silencio de dos personas que se aferraban la una a la otra como un salvavidas.

Ana apoyó la cabeza en su pecho. Álvaro le besó el pelo sin pensarlo.

Antes de quedarse dormida, Ana murmuró, con la voz quebrada:

—Gracias por arruinarme el suicidio.

Álvaro cerró los ojos. Le acarició el hombro.

—Gracias por invitarme un café de mierda.

Y durmieron. Por primera vez en mucho tiempo, sintiendo que el mundo podía esperar hasta mañana. 

 El sol apenas filtraba una luz pálida entre las cortinas sucias del cuarto. El sonido lejano de una radio vieja mezclado con el canto de los pájaros callejeros apenas rompía el silencio.

Ana abrió los ojos lentamente. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. El colchón duro. El aire húmedo. La sensación, extraña pero cálida, de no estar sola. Estiró la mano… y tocó solo sábanas frías.

Se incorporó de golpe. Miró hacia la puerta entreabierta. Nadie.

El nudo en el pecho apareció antes que cualquier pensamiento racional. Su respiración se aceleró. La mente ya fabricaba imágenes: se fue, pensó. Se cansó. Se asustó. O solo fue amable por una noche. Como todos.

Sus ojos se llenaron de agua, pero no dejó que las lágrimas cayeran. No todavía. Se levantó despacio. Caminó hacia la puerta del cuarto, con los pasos arrastrados, como si cada uno la acercara a una verdad que no quería enfrentar.

Pero al asomar la cabeza por el pasillo… lo vio.

Álvaro estaba en la pequeña cocina, de espaldas, sin remera, revolviendo un jarrito sobre la hornalla. La radio murmuraba noticias viejas. En la mesa había dos vasos. Dos.

Ana se quedó inmóvil un segundo. El nudo en el pecho se transformó en algo más suave. Algo que ardía… pero de alivio.

—¿Te levantaste hace mucho? —preguntó, con la voz aún ronca.

Álvaro se giró. Sonrió apenas.

—Quince minutos. No quise despertarte. Estabas hecha un ovillo y parecía que por fin descansabas.

Ella lo miró. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que no tenía que decir nada. Que ya la habían entendido.

—Pensé que te habías ido.

—¿Y dejar que tomes café sola? Jamás.

Ella rió suave. Caminó hasta él y le abrazó la espalda desde atrás.

—Sos un idiota.

—Y vos tenés las manos frías.

—Y vos tenés el corazón más grande que el pecho.

Él le pasó una taza caliente

. Ella la sostuvo con ambas manos.

—Sigue siendo asqueroso —dijo Ana, oliendo el líquido oscuro—. Pero ahora lo espero. 

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