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Generations: 1ra Generación

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Synopsis
Generations: 1ra Generación. El ángel de otro mundo. Llegado del cielo, criado en la tierra. Un joven sin rumbo… con un destino que clama su nombre. Oliver Songoku no tiene fuerza, ni confianza, ni propósito. Pero el universo no espera a los que dudan. Si quiere protegerse a sí mismo —y a los que ama— deberá aprender a tomar las riendas de su vida, a forjar su propio camino... y a encender su espíritu con fuego propio. Para sobrevivir deberá enfrentarse a dos enemigos: Uno, el mal absoluto que acecha en las sombras del universo. Y el otro, aún más peligroso… el que habita en su propia mente. ¿Puede un chico frágil, en un mundo de titanes, convertirse en héroe sin perder su humanidad? Acompaña a Oliver Songoku en un viaje de lucha, aprendizaje y redención. Un viaje donde la fuerza no se mide solo con los puños… sino con la voluntad de levantarse una vez más. nota del autor: espero que esta historia te encante y te traiga recuerdos, sensaciones y emociones pasadas vividas en otras obras y puedas obtener otras nuevas con esta obra. y si aun no las has pasado, dale una oportunidad a la historia y espero que las disfrutes.
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Chapter 1 - capitulo 1.1: Meteoro a la tierra

El cielo estaba cubierto por nubes grises cargadas de humedad; suaves gotas minúsculas caían, acompañadas por el viento tibio del verano. El agua se desprendía de las hojas vivas de los árboles.

Un estruendo partió las nubes. Una bola de fuego rasgó el cielo, dejando un hueco que mostraba un parpadeo azul entre rastros de humo, cruzado por rastros de humo negro.

Un gran impacto generó un estruendo que sacudió todo el bosque. La zona del choque quedó envuelta en caos, pero la interrupción no detuvo el curso natural de la vida en el bosque.

Las llamas del objeto extranjero dificultaban distinguir claramente qué era lo que simulaba ser un meteoro recién caído.

Golpes y quejidos se oían desde algún punto, entremezclados con las múltiples melodías naturales. Una tapa salió disparada de entre el fuego, y la figura de un niño emergió rápidamente, atravesando las llamas.

Su atención estaba centrada en la bola ardiente y humeante, cuya humedad ambiental apenas lograba debilitar el fuego.

―Maldita sea… ―se queja el joven, al escuchar el llanto de dos niños alterados por el desastre.

Mira a su alrededor y luego al cielo, notando las gotas débiles que parecían querer ayudarlo. Su respiración era agitada: el viaje fue duro y las emociones no se detenían. Apenas sintiéndose capaz de moverse, el niño clavó los dedos en el lodo y comenzó a estamparlo contra la superficie de su transporte.

Logró extinguir las llamas que cubrían la única entrada, y solo entonces pudo saltar al interior de la nave, tomar dos cosas y salir rápidamente con un segundo salto.

Sus pies tocaron el suelo. El niño sostenía con extremo cuidado esos dos objetos y corrió velozmente a ocultarlos bajo un árbol. Con delicadeza, dejó sobre el húmedo césped a dos bebés. No eran objetos. Eran lo único que le quedaba de su familia: dos niños que ni siquiera parecían haber cumplido su primer año.

 Un suspiro cargado de nervios fue el intento del joven por calmarse, pero el aumento de las llamas lo desesperaba aún más.

― ¡No! ¡La nave! ―gritó despavorido, echando a correr mientras recogía más lodo del suelo y lo estampaba contra la persistente pared de fuego.

Con prisa, se encargó de cubrir con lodo la superficie de la nave, logrando extinguir las llamas, dejando solo rastros de humo que la llovizna ayudaba a disipar.

El chico cayó sentado sobre el suelo, respirando con ansiedad. Quería llorar. Todo estaba pasando demasiado rápido. Una lágrima resbaló por su mejilla izquierda, pero se golpeó la frente con su propio puño. No quería llorar. No debía mostrar debilidad…

El llanto de los bebés lo sacó de su angustia. No habían dejado de gritar ni un solo momento.

El joven trotó hacia ellos, los levantó con cuidado y volvió a la nave, metiéndolos dentro.

―Sé que hay olor a quemado… ―les dijo angustiado―, pero es mejor resguardarlos aquí que dejarlos afuera con esta humedad.

Los colocó en un fuentón metálico, forrado con mantas que simulaban un colchón firme.

―No puedo correr el riesgo de que se enfermen justo ahora…

Los arropó para protegerlos del frío húmedo. Cuando los llantos cesaron, el joven sintió un breve instante de calma. Respiró profundo, intentando despejar su mente. Apretó los dientes con fuerza; su mente quería hundirse en tristeza, tal vez en ira, pero su corazón sabía que debía mantenerse sereno.

Caminó unos pasos dentro de la estructura de la nave y presionó un par de controles para revisar los daños. Al ver que los paneles seguían funcionando, no pudo evitar sentir un leve destello de alegría.

Se volvió hacia el comunicador y descubrió que aún respondía. Intentó encenderlo, pero no había señal; solo se escuchaba el molesto zumbido de la frecuencia estática.

―Debí imaginarlo… El planeta fue destruido. Las comunicaciones ya no existen… ―murmuró, decepcionado, a punto de apagarlo, perdiendo toda esperanza. Pero se detuvo, recapacitando.

El niño ajustó el comunicador e inició la grabación de un mensaje:

―Aquí se comunica Max Songoku, guerrero novato de la Primera División de Soldados. Necesito apoyo. El planeta Terra acaba de ser destruido, y me encuentro solo, con mi hermano y primo. Logré escapar hasta la Tierra, pero desconozco mis coordenadas o ubicación… ―soltó un suspiro de frustración―. Si alguien está escuchando esto… necesito ayuda urgentemente…

La grabación se corta y Max se deja caer sobre el asiento del conductor, mirando por encima del hombro el fuentón que simulaba ser una cuna para su primo y su hermano.

―Mierda… ¿Qué voy a hacer ahora?...

Un rayo de luz entra por la puerta. El chico sale para observar cómo el cielo comenzaba a despejarse. Camina alrededor de la nave, revisando la estructura.

―La nave perdió sus dos motores… aún puede arrancar, pero no puede volar. Y aunque pudiera volar, no está en condiciones de salir de la atmósfera…

Max se queda de pie, mirando el metal quemado de la estructura de su nave. Algo lo estaba observando. El chico se da la vuelta y nota a un hombre mayor: vestía un kimono blanco y un hakama azul, con un sombrero de bambú que apenas dejaba ver su rostro; solo se distinguía una larga barba castaña, cuya punta estaba atada con una tira blanca.

El hombre levanta la mano, y este gesto pone de inmediato a Max en guardia. El hombre sacude la mano, saludando, pero se ve obligado a moverse a un lado: Max había incrustado su pie en el árbol que estaba a su lado.

Observó, asombrado, cómo el niño tenía la fuerza suficiente para romper la estructura de un árbol. Pero también lo notó ansioso, asustado… estaba protegiendo algo.

Los pies del chico no tocaron el suelo, pero aun así intentó conectar un golpe en el abdomen del hombre, quien se protegió con el antebrazo. Aun así, no pudo evitar ser arrastrado unos centímetros por la potencia del golpe.

―Vaya… ―susurró el viejo, sacudiendo su brazo entumecido―. No pensé que pegaras tan duro. Fue un error bloquear con los brazos flojitos…

Río con tranquilidad y una tonalidad gentil. Max se puso de pie y en guardia, pero las palabras del viejo lo dejaron extrañado. Viéndolo bien, no notaba una postura hostil, a pesar de haber sido atacado sin previo aviso.

― ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ―le preguntó el joven, manteniendo su postura de combate firme.

El viejo llevó sus manos a la espada, tomando una postura relajada.

―Mi nombre es Baldur Brauner ―le respondió―. Siendo sincero, no quiero nada… Lo que pasa es que no es normal que caiga un meteorito del cielo y choque contra mis tierras…

La mirada de Max se centró en su nave, la cual estaba cubierto de lodo, teniendo un aspecto de meteoro. Luego volvió a mirar al viejo, aún sin bajar la guardia.

― ¿Tus tierras?

―No eres de por aquí, ¿cierto, muchacho?

―Qué listo es, señor…

―Tranquilo, cálmate, ¿sí? ―le dice con calma Baldur, mostrando las manos en señal de pacifismo―. ¿Cómo te llamas, muchacho?

― ¿Qué diablos le importa? ―responde Max, listo para dar otro ataque.

―Cuando alguien pregunta con amabilidad, se responde con educación ―dice Baldur con firmeza, pero sin perder la serenidad.

Ante la respuesta, Max baja ligeramente las manos, perdiendo poco a poco su postura hostil. Ya no sabía qué hacer.

―Ya no sé qué hacer… Me esquivó con facilidad y bloqueó mi puñetazo más fuerte con un solo brazo. No se nota a simple vista, pero hay una diferencia abismal…

―Me llamo Max Songoku ―le responde, bajando definitivamente las manos y dejando de lado su postura de pelea.

―Es un placer conocerte, Max… ―le responde Baldur, mostrando una sonrisa cargada de amabilidad―. Dime, Max, ¿dónde están tus padres? ¿Te perdiste?

― ¡¿Eso qué le…?! ―grita Max, frunciendo el ceño, pero nota un gesto de Baldur, sugiriendo educación.

―Sí… estoy perdido… ―le confiesa apenas moviendo los labios y hablando en un tono bajo.

Bajó la mirada, apretó los dientes y cerró con fuerza el puño. Por alguna razón, se sentía acorralado. No quería hablar de lo que le estaba pasando, no lo conocía. ¿Por qué contarle sus problemas a un viejo que apenas conoce? No lo está amenazando, ni mucho menos intimidando. Era su propia mente la que lo traicionaba. Max está cargando con mucho en su propia mente…

―Mis padres… están muertos…

Sin poder hacer nada, Max estaba completamente vulnera, con la frente pegada al pecho del anciano, quien sostenía su cabeza con delicadeza.

Los ojos de Baldur estaban cerrados, ahora comprendía las actitudes del chico. Fue apenas un gesto, pero lo suficiente para que Max bajara la guardia, un abrazo de poco contacto, pero daba a entender a Max, que Baldur no le iba a hacer daño.

Baldur contemplo bien el meteoro, notando que era una estructura metálica escondida en montones de lodo, y a eso agregando todas las marcas de dedos en el suelo, y que Max este en un lugar como esté. Solo llevaron a Baldur a deducir, que Max era más que solo un niño perdido.

―No eres de este planeta, ¿verdad? ― le pregunta Baldur.

Max se aparta, con la cara apenas colorada y miraba a otro lado, tratando de mostrarse como un soldado rígido.

―No, no soy de este planeta… vengo de un planeta llamado Terra, un planeta que pertenece a los Terranos y a los Senkaynes… ―le responde, y luego cierra la dentadura con fuerza―. Pero… acaba de ser destruido hace más de doce horas…

―Es una verdadera pena… debes cargar con un gran dolor… ―comenta Baldur, con una mirada algo entristecida―. Si lo necesitas, puedes venir a vivir conmigo a mi dojo, hasta que vengan a rescatarte o puedas irte por tu cuenta…

Max nota la mirada sincera del anciano. Observa su mano, que aún conservaba residuos de lodo, y luego piensa en su hermano y primo, llevando la mirada hacia su nave. Muestra un gesto indeciso. ¿Acompañar al viejo o irse por su cuenta?

―Yo… no estoy solo… ―le confiesa Max, dándose la vuelta para mirar al viejo―. Estoy cuidando a mi hermano y a mi primo…

―Ya veo… ―comenta Baldur―. Puedes traerlos contigo. No es necesario que estén solos…

Baldur observa cómo Max se dirige a la nave. Pasa un momento y vuelve a salir con dos bebés en brazos. Esto le heló la piel al anciano; no imaginaba que el niño fuera responsable de dos recién nacidos.

― ¿Quieres…? ―le pregunta Baldur, extendiendo las manos, con la intención de aliviar a Max del peso de uno de los bebés.

―Quiero venganza… quiero matar al destructor de mi planeta… ―responde Max, malinterpretando por completo la pregunta del anciano.

Baldur se queda inmóvil por un instante, con una ceja levantada, mirando a Max con expresión confundida.

―Hablo de cargar a uno de los niños… ―aclara con serenidad, volviendo a estirar los brazos.

―Oh… yo… lo siento… ―murmura Max, bajando la mirada, visiblemente avergonzado.

―descuida… uno suele decir locuras en sus momentos de vulnerabilidad…

―si… “locuras” … ― responde Max, siguiéndole el paso al maestro Baldur. Tomando Rumbo al Dojo del Señor Brauner.