La lluvia arañaba la ventana sucia del motel "El Descanso Eterno". Un nombre que Nathaniel Graves encontraba irónicamente preciso. Dentro, el aire olía a humedad, a derrota barata y al inconfundible aroma dulzón de un H. Upmann recién encendido. Nate estaba sentado en la única silla que no cojeaba, la espalda contra la pared desconchada. La punta incandescente del cigarrillo era el único punto de luz en la penumbra, iluminando brevemente sus manos: nudillos marcados, cicatrices apenas visibles, una fina capa de ceniza perpetua. Treinta y cinco años pesaban como cincuenta en sus huesos. Los flashes eran lo peor. No imágenes completas, solo jirones: un grito ahogado, el fogonazo de un rifle en la oscuridad, el frío del acero contra su sien, y siempre, siempre, el olor a sangre y cordita quemada. "Recuerdos de familia", murmuró para sí mismo, expulsando una bocanada de humo que se enroscó como un fantasma en el aire viciado. "Lo que no mata, te jode la decoración."
Su "hogar" era una habitación monocromo: gris de las paredes, marrón de las manchas del techo, beige desvaído de las sábanas ásperas. Una maleta de aluminio, vacía salvo por tres cosas: una muda de ropa negra, un estuche de herramientas de relojero (modificado para fines menos pacíficos), y una caja casi llena de Upmann. Su única indulgencia. "Lujo al alcance del hombre caído", pensó con sarcasmo, observando el elegante anillo de la vitola. En la mesilla de noche, una pistola esmerilada, sin serial, descansaba bajo una guía telefónica deshojada, como un secreto mal guardado.
El silencio fue reventado por el vibrador sordo y persistente de un quemador – un teléfono desechable, prepago, anónimo. Solo una persona tenía ese número. Nate lo contempló un momento, la punta del Upmann brillando como un ojo rojo en la oscuridad. Contestar significaba adiós a la precaria paz del motel. No contestar significaba condenar probablemente a alguien a una muerte segura y desagradable. "La elección entre la mierda y el estiércol", susurró, alzando finalmente el aparato a la oreja. No dijo hola.
"Graves." La voz al otro lado era un susurro áspero, cortado por jadeos. Vincent Crowe. "¿Recuerdas esa conversación sobre... plagas bíblicas y archivos que deberían estar en el infierno?" Un golpe seco, como un cuerpo chocando contra una puerta, interrumpió su frase. "Bueno, parece que la plaga... me encontró primero. Tengo una copia digital parcial del Cerberus. Pero están aquí. Los perros de Bell. ¡Joder, Nate! ¡Tienen un ariete!"
Nate cerró los ojos un instante. El Expediente Cerberus. El nombre resonó en su cráneo como un gong sordo. El santo grial de la corrupción sistémica que Vin había estado persiguiendo como un poseso. El que unía políticos, policías, mafias y oscuros proyectos gubernamentales con nombre de cuento de hadas macabro. "El Carnicero de Langley" sabía lo que ese archivo significaba: verdad, venganza... y una sentencia de muerte instantánea para quien lo tocara. "Crowe," dijo Nate, su voz un ronquido seco, imperturbable. "Te dije que jugar a desenterrar cadáveres con pala de periodista solo te traería gusanos. ¿Dónde estás?"
*"Almacén viejo... Calle del Muelle 13... ¡El número 7! ¡Por favor, Nate! Son una docena y..." La conexión se cortó abruptamente con un chasquido electrónico seguido de un silencio ominoso.
Nate dejó el teléfono quemador sobre la mesa. Apuró una larga calada del Upmann, sintiendo el calor familiar recorrer sus pulmones. El humo salió lentamente de sus labios mientras sus ojos, fríos y calculadores, escudriñaban la habitación miserable. El Expediente Cerberus. Su nombre estaría allí, vinculado a Ómicron, a la misión que lo convirtió en un fantasma. La oportunidad de saber quién lo había tirado a los lobos. Y de devolver el favor.
Se levantó con la fluidez de una sombra. La pistola de la mesilla desapareció en un arnés bajo su chaqueta de cuero gastada. Recogió la caja casi llena de Upmann y la guardó en un bolsillo interior. El estuche de herramientas fue a otro. Cada movimiento era económico, preciso, una coreografía ensayada en mil pesadillas. "Proteger al Cuervo," masculló, encendiendo otro cigarrillo con un encendedor de plata que brilló fugazmente. "Qué noble propósito. Casi me conmueve." Su boca esbozó algo que podría haber sido una sonrisa si no estuviera tan llena de hielo. "Bueno, al menos morirá cansado de correr. Es más deportivo."
Abrió la puerta del motel. La lluvia fría le azotó la cara, mezclándose con el humo del cigarrillo. El callejón trasero del "Descanso Eterno" olía a basura podrida y gasolina barata. Un neón rojo parpadeante de un bar cercano teñía los charcos de sangre falsa. Nate se fundió con las sombras, moviéndose con una silenciosa determinación que transformaba al hombre derrotado de hacía un minuto en algo mucho más peligroso. En "Código 9". En "El Cifrador". En la pesadilla que los que lo buscaban creían dormida.
Solo había dado tres pasos hacia su coche robado – un sedán anónimo y mugriento – cuando el estruendo de madera destrozada y metal retorcido estalló detrás de él, desde la dirección de su habitación. No se volvió de inmediato. Primero, aspiró otra calada profunda del Upmann, el humo formando una nube efímera en la lluvia. Luego, con movimientos lentos y deliberados, se giró.
La puerta de su habitación estaba abierta de par en par, colgando de un gozne. En el umbral, iluminados por la luz amarillenta del interior, se recortaban tres figuras enormes, con parkas oscuras empapadas. Portaban porras telescópicas y, el que estaba en el centro, una recortada. El Comisionado Bell no había perdido el tiempo. Sus matones llevaban parches de la policía en los hombros, pero sus ojos mostraban la brutalidad vacía de sicarios.
"¡Nathaniel Graves!" rugió el de la recortada, una bestia con cara de bulldog y aliento visible en el aire frío. "¡Policía! ¡Manos donde las vea! ¡Boca en el suelo!"
Nate los miró, uno por uno, sin un ápice de sorpresa. Una fina sonrisa se dibujó en sus labios. "Policía," repitió, su voz un susurro ronco que cortó la lluvia mejor que un grito. "Qué alivio. Pensé que eran los de la queja del tabaco." Apuró el Upmann hasta la boquilla, el brillo final iluminando sus ojos fríos como el acero. "Pero vienen con muy mala educación." Su mano izquierda soltó la colilla, que cayó al charco a sus pies con un siseo. La mano derecha ya se movía hacia el interior de su chaqueta. "¿No le enseñaron a llamar antes de derribar puertas?"
Continuará...