A veces, el dolor no necesita sonido. A veces gritas tan fuerte por dentro que hasta el alma se te rompe, pero nadie lo nota. Caminas, hablas, respiras… pero por dentro hay un eco ensordecedor, un clamor sordo que se estanca en la garganta y nunca llega a salir. Es como si vivieras en un mundo paralelo, donde las palabras no alcanzan y los sentimientos no se pueden traducir.
Has aprendido a sonreír sin quererlo, a decir que estás bien cuando lo que quisieras es desaparecer, aunque sea solo por un rato. Porque no sabes cómo explicar lo que sientes sin parecer débil, sin que te miren con lástima, sin que te digan que es una etapa o que debes ser fuerte. Como si ser fuerte fuera apagar tu llanto, como si fuerza fuera sinónimo de silencio.
Ese grito callado lleva años alojado en tu pecho. A veces se mueve, como un animal atrapado, rasgando por dentro. Y otras veces se queda inmóvil, pero tan presente que sientes que ocupa todo el espacio de tu interior. No importa cuánto intentes sacarlo, no importa cuánto quieras que alguien lo escuche… no sale. No puedes. Porque has aprendido que el dolor de otros siempre parece más válido, más importante. Y el tuyo, el tuyo queda para la noche, para la almohada, para los momentos en que nadie te ve.
Hay días en que todo te molesta, en que cada palabra de los demás te duele como si fueran cuchillas. No porque hayan dicho algo cruel, sino porque tú estás rota. Porque tu alma está tan expuesta que cualquier roce te quema. Pero no dices nada. Solo te tragas el enojo, la tristeza, el miedo. Lo guardas, lo acumulas, lo escondes. Y ese grito sigue allí, formándose como una tormenta sin lluvia, una tormenta que solo tú puedes sentir.
Te has acostumbrado a ser fuerte para los demás. A mostrar una versión de ti que parece estable, funcional, entera. Pero tú sabes que no es verdad. Tú sabes que muchas veces caminas con los pedazos en las manos, intentando que no se te noten las grietas. Que hay noches en que quisieras soltarlo todo, dejar de fingir, llorar frente a alguien sin sentir culpa. Pero no te sale. No puedes. El grito sigue atrapado. Y tú, lo sostienes como si fuera tu único refugio.
Hay una soledad muy específica en este tipo de dolor. Es la soledad de no poder compartirlo. De tener tanto dentro que hasta el cuerpo te duele. Una tristeza que no se ve, pero que se siente en la espalda, en el pecho, en los huesos. Es como cargar un peso invisible, uno que nadie más nota, pero que te obliga a arrastrar los pies, a bajar la mirada, a contener el llanto hasta en los momentos más absurdos.
A veces, te preguntas qué pasaría si dejaras salir ese grito. Si un día simplemente decidieras romperte del todo, sin miedo, sin cuidado, sin pensar en cómo te verán. Pero el miedo es más fuerte. Miedo a que nadie escuche, miedo a que escuchen y no entiendan, miedo a que entiendan y se vayan. Así que vuelves a guardar el grito. Lo envuelves en silencio. Y sigues.
Pero dentro de ti, hay una parte que quiere liberarse. Que quiere gritar, no de rabia, sino de verdad. Gritar por la niña que fuiste, por la adolescente confundida, por la mujer que aún no sabe cómo curarse. Gritar para que el mundo sepa que existes, que duele, que estás cansada. No por debilidad, sino porque llevas demasiado tiempo siendo fuerte.