El amanecer dorado bañaba las torres del castillo de Almath, y el canto de las aves marinas se mezclaba con el murmullo de las olas en la distancia. Entre los pasillos olvidados del castillo, dos figuras recorrían silenciosamente corredores que no figuraban en ningún mapa oficial.
—¿Estás segura de que era por aquí? —preguntó el príncipe Kael, levantando una ceja mientras evitaba una telaraña con gesto de fastidio.
—Lo estoy. Lo leí en los diarios secretos del abuelo —dijo la princesa Lys, adelantándose con una linterna de aceite en mano—. Decía que bajo la Torre del Astrónomo hay una sala sellada por generaciones… por una razón que nadie quiso escribir.
Kael la siguió sin entusiasmo. Aunque Lys era una exploradora incansable, él prefería las bibliotecas cálidas y las prácticas con espada. Pero algo en el tono de su hermana despertaba una antigua curiosidad que ambos compartían.
Al llegar a una puerta oculta tras un tapiz desgastado con constelaciones extrañas, Lys se detuvo. Puso su mano sobre la madera. Estaba tibia.
—Aquí es.
La puerta se abrió con un crujido lento. Dentro, una sala circular se desplegaba ante ellos, con un único mural que cubría las paredes de piedra: representaba un océano profundo, surcado por criaturas fantásticas, con luces bioluminiscentes danzando bajo las olas. En el centro, un remolino pintado en tonos azules y violetas pulsaba como un corazón latente.
—¿Es magia? —susurró Lys, fascinada.
—O una trampa —dijo Kael, retrocediendo un paso.
Pero ella ya había extendido la mano. Al tocar el vórtice, el mural brilló. Un rugido sordo llenó la sala. El suelo tembló.
—¡Kael!
No hubo tiempo para escapar. Ambos fueron tragados por una ráfaga de luz líquida, arrastrados por un remolino que parecía mezclar los sentidos. Caían sin caer, flotaban sin moverse. Fragmentos de recuerdos ajenos, luces que hablaban sin voz… y después, silencio.
Lys abrió los ojos.
Estaba acostada sobre arena negra, húmeda. La brisa tenía un olor metálico, y el cielo… no era su cielo. Sobre su cabeza, un océano suspendido flotaba entre dos lunas plateadas. Criaturas nadaban lentamente en ese firmamento líquido, como si el mundo se hubiera dado la vuelta.
Se incorporó, atónita.
—¿Estamos… bajo el mar? —murmuró, intentando comprender.
—No lo creo —respondió Kael, ya de pie, mirando el cielo con una extraña calma.
Ella lo miró con sorpresa. No por lo que dijo, sino cómo lo dijo. Su tono era más tranquilo.
Kael solía hablar con desdén, casi como si las palabras fueran una carga. Pero ahora la había ayudado a sentarse, y luego preguntó:
—¿Estás bien?
Lys parpadeó.
—Sí… ¿Tú?
Kael sonrió, breve, sin ironía. Luego simplemente asintió.