Cherreads

Chapter 11 - Capítulo 11: El último nombre que pronunciaste

Pasé de largo, con los dientes apretados y el pulso latiendo como un tambor en mis sienes. Mi cuerpo temblaba, no de miedo, sino de contención. Sabía que si me giraba, si siquiera lo miraba, no podría detenerme. Pero no duré más de un par de pasos.

Algo en mi pecho estalló, como si su sola presencia contaminara el aire. Me detuve en seco, girando con violencia. Mis ojos lo encontraron al instante… y el veneno en su sonrisa fue todo lo que necesité para que mi sangre hirviera.

—Míralo… —susurró la voz familiar, rasgando la realidad como un murmullo que se arrastra por la nuca—. Tan arrogante, tan seguro de sí mismo…

El mundo pareció detenerse cuando esa presencia intangible volvió a materializarse a mi lado. Sentí cómo el espacio a mi alrededor se comprimía, como si incluso el universo temiera su aparición.

—Cree tener todo bajo control…

Se inclinó hacia mí, con una cercanía casi íntima, y su voz se convirtió en una serpiente que me susurraba directo al alma.

—¿Y si le quitas esa sonrisa?

Mi mandíbula crujió. La rabia me consumía con tanta fuerza que dolía simplemente estar quieto.

Detrás de nosotros, pasos apresurados se alejaron. Ella se apartó un poco, pero su mirada se mantenía fija, filosa como un cuchillo de obsidiana.

—¡Estás enfermo!

El sonido de cadenas golpeando el suelo era constante. Un lamento metálico y persistente que no cesaba. Era como si el propio aire quisiera encadenarnos, reteniéndonos en este infierno suspendido.

—¿Lo estoy?

Su voz tenía una cadencia suave, cruel. Cada palabra se clavaba como una aguja.

—Dime, si yo estoy enfermo… ¿qué haces al lado de un asesino?

Llevó una mano a su mentón y lo acarició con teatralidad, como si se deleitara en el absurdo de sus propias palabras.

—¿Acaso Lye te pidió que lo asesinaras? Oh… no, claro que no. Eso fue culpa mía, ¿no?

Su sonrisa se ensanchó, podrida de ironía.

—Tu héroe… solo hacía lo correcto. Salvando a miles de inocentes de mí… ah, espera. No lo hizo.

Y entonces, algo dentro de mí se rompió.

Un temblor comenzó en mi pecho, escalando como una tormenta desatada. El aura verde surgió como un torrente, brotando desde mi piel como llamas que no quemaban carne, sino alma. El suelo bajo mis pies crujió. El aire vibraba, denso y cargado, como si el mundo se negara a respirar cerca de mí.

—Voy a matarte…

—Hazlo… —la voz a mi lado no era ya un susurro, sino una orden que retumbaba en mi cráneo—. Enséñale lo que es el infierno en la tierra. Muéstrale su error.

No lo pensé. No lo razoné. Solo lo sentí. Y cuando las palabras salieron de nuestras bocas al mismo tiempo, eran más que una amenaza: eran un veredicto.

—¡VOY A MATARTE!

Me lancé con todo. No hubo dudas. No hubo piedad.

El suelo explotó bajo mis pies, como si la tierra misma no pudiera contenerme. Rocas se elevaron como proyectiles, el pasto fue arrancado de raíz en una ráfaga de violencia pura. El viento se desgarró a mi alrededor, emitiendo un lamento cortante. En un solo segundo ya estaba frente a él, cara a cara, con la furia de un mundo en guerra brotando de cada fibra de mi ser.

Pero él solo me miró. Condescendiente. Tranquilo. Como si no fuera más que un espectador aburrido de una obra predecible.

—Y aún así… —alzó su mano derecha, despreocupadamente— no entiendes que es inútil.

Chasqueó los dedos. Un leve gesto. Simple. Pero la explosión que siguió fue cualquier cosa menos sutil.

Una columna de energía me envolvió. El impacto fue tan brutal que sentí cómo la mitad de mi rostro se deshacía, como si mi carne y hueso hubieran sido desgarrados de un golpe. Todo se tornó rojo, negro, ruido… dolor.

—Ahora decide tú, Nanatori —escuché su voz entre las cenizas del estallido—. ¿Rápido o lento? ¿El fragmento del inmortal que comió… o su vida?

No tuvo tiempo de seguir hablando.

Un grito quebró el aire y un puño voló directo hacia él. El golpe impactó con un sonido seco, contundente, un golpe limpio al rostro. Pero él no retrocedió. Ni un centímetro. Ni una grieta.

Solo sonrió.

—¡CÁLLATE!

El rugido no venía solo de su garganta. Era el grito de alguien que ya no soportaba la carga de sus cadenas. Pero incluso así… él seguía allí, imperturbable, como un dios cruel contemplando su obra.

Caí con violencia contra el suelo, una sacudida brutal me arrancó el aire de los pulmones. Pero no me detuve. Extendí el brazo con toda la fuerza que me quedaba y logré sujetar su pierna. Mis dedos se cerraron como garras alrededor de él, aferrándome como si de eso dependiera mi existencia… y quizá sí.

Mi rostro apenas podía sostenerse. La mitad colgaba como una máscara rota, quemada y distorsionada por la explosión anterior. Pero no iba a detenerme. No ahora.

—Con miradas no se vence —masculló, dejando de mirar a quien tenía delante. Alzó su pierna libre sin prisa, como si yo no fuera más que un insecto a sus pies, y la dejó caer sobre mí con una fuerza monstruosa.

El golpe fue seco. El mundo parpadeó.

Detrás de él, otra sombra se movió con decisión. Otro golpe voló directo a su rostro, igual de certero, igual de decidido. Pero él ni siquiera pestañeó.

Esa era la diferencia. Esa era la brecha que nos separaba.

—¡Sorprendente! —exclamó con un tono casi alegre, girando apenas su cabeza—. ¡Eres la que más golpes acierta, Nanatori!

Entonces alzó su mano izquierda.

—Y la menos indicada para tocarme.

El impacto de la bofetada retumbó como un latigazo en el aire. Fue más que un golpe: fue un acto de desprecio absoluto. Y como si el mundo mismo respondiera, una poderosa ráfaga de viento surgió desde el suelo, empujándolo apenas hacia un lado.

Solo un poco. Pero fue suficiente.

Lo justo para que pudiera incorporarme.

Mis manos temblaban. Mi cuerpo estaba al borde del colapso. Pero mis ojos aún ardían con rabia. Sentí su mano envolverse alrededor de mi cuello, alzándome como si no pesara nada. Me obligó a mirarlo directo a los ojos.

—Y así es como acaba…

Desesperado, lancé una serie de patadas a su estómago, una tras otra. Casi sin aire, casi sin fuerzas. Pero no retrocedía. Ni se inmutaba. Simplemente alzaba su brazo libre para protegerse, como si el tiempo mismo se arrastrara a su favor. Como si supiera que nada de lo que hiciera podría cambiar el final.

Se acercaba sin prisa. Con una calma tan roja como el fuego que lo envolvía. Era como ver la figura de la muerte… y entender que esta vez, sí venía por mí.

—¡SUELTA A MI HERMANO!

La voz rompió la tensión como un rayo.

Una piedra golpeó su hombro sin causarle el más mínimo daño. Y luego, un pequeño cuerpo corrió hacia él. Brazos diminutos se aferraron a su cintura, intentando con desesperación apartarlo de mí.

Y entonces… se detuvo.

No me atravesó. No apretó más.

Solo bajó la mirada y extendió una mano, acariciando con lentitud la cabeza del niño que se le aferraba.

—Yura…

Su voz cambió. Se volvió suave. Casi… amable.

—¿Sabes? Ahora yo soy un héroe.

Los golpes que daba con mi brazo contra el suyo eran torpes, desesperados. Intentaba soltarme, pero él no se movía. No lo necesitaba.

—Un héroe que, a diferencia de tu hermanito Dyr… hace lo correcto.

Sus dedos atraparon la cabeza del niño con una facilidad enfermiza. Y sin más, lo alzó… y lo lanzó lejos, como si no fuera más que un estorbo.

—Yo no he matado a alguien por odio…

—¡DYR NO HARÍA ESO!

El grito rompió algo en el aire. Lágrimas caían del rostro del pequeño mientras rodaba por el suelo tras el impacto.

Y entonces, como si el abismo hablara con voz propia, lo escuché dentro de mí:

—¡MÁTALO!

La voz de Lye ya no era un susurro… era un mandato.

Un rugido infernal en mi pecho.

Los quejidos comenzaron a escapar sin que pudiera contenerlos. No eran gritos de miedo… eran el reflejo de una rabia impotente que ardía en mi pecho. Me dolía todo. Su brazo seguía sujetándome con una presión monstruosa, y aún así, no cedía.

Ese maldito no cedía.

No sé cuánto tiempo había pasado, pero de pronto escuché un susurro de pasos. Una presencia que se movía con urgencia.

No era él. Era ella.

Se había levantado.

—¿Qué… qué está pasando? —murmuró con voz temblorosa.

Vi cómo sus ojos se dilataban al observar lo que ocurría a nuestro alrededor. Algo se rompía dentro de su visión. La realidad misma parecía estar cediendo.

A su alrededor, el aire se ondulaba como un espejo de agua agitado por una fuerza invisible. La energía que envolvía a Ren no solo no se debilitaba… estaba creciendo. Expandiéndose. Aumentando más allá de lo lógico.

Y entonces, lo dijo.

—Las veo…

Allí estaban. Las cadenas. Las mismas que solo ella parecía oír hasta ahora. Aquellas que serpenteaban cada vez que Ren se acercaba, arrastrándose como espectros metálicos.

Ahora ya no eran un sonido.

Ahora estaban frente a sus ojos.

Corrió.

No pensó, no dudó. Solo corrió directo hacia ellas, pasando de largo incluso del propio Ren. Él la miró, sorprendido por un segundo… y luego sonrió. Quizás dijo algo, pero ella no lo escuchó. Su mente solo tenía una cosa en claro:

Tenía que alcanzarlas.

—Es lo mejor —gruñó él, alzando el brazo bruscamente. Su fuerza atravesó mi cuerpo como si fuera papel rasgado por una lanza de energía pura. El dolor fue instantáneo y feroz.

—¡Ahora dame lo que me pertenece!

Sus dedos buscaron dentro de mí. Pude sentirlo… escarbando. Su desesperación era grotesca. Quería el fragmento. Aquella parte de mí que no comprendía, pero que él codiciaba como si su vida dependiera de ello.

Pero algo falló.

Su brazo comenzó a detenerse.

—¿Qué…? —escuché su voz apagarse. Su mirada bajó, como si por primera vez no entendiera lo que ocurría.

Su mano no respondía. Agitó el brazo entero, como si intentara obligarlo a continuar. Pero se negaba.

Un tirón.

Otro.

Y entonces, con un crujido que parecía resonar en otra dimensión, algo lo obligó a retroceder.

Del otro lado, vi sus manos.

Sosteniéndolas.

Las cadenas ahora no solo eran visibles. Estaban encendidas. Iluminadas por una energía viva que recorría sus eslabones como si fueran fuego líquido. Las tenía firmes entre sus dedos, como si hubieran sido suyas desde siempre.

—¡SUÉLTALO! —rugió, tirando con fuerza.

Él la miró con verdadero asombro.

—¿De dónde…?

No pudo terminar la frase.

Su brazo fue arrancado bruscamente de mi cuerpo, y por un instante el mundo pareció detenerse.

La presión desapareció. El aire volvió a mis pulmones como una avalancha.

No desperdicié el momento.

Mi puño se alzó por instinto, por rabia, por puro dolor acumulado… y se estrelló contra su rostro con una fuerza brutal.

El impacto lo obligó a retroceder. Por fin, se apartó de mí.

Y por primera vez en toda la pelea… Ren perdió el equilibrio.

Corrí con todo lo que tenía. Su cuerpo aún temblaba, aturdido por el último golpe. No iba a dejarlo recuperar el aliento.

Mi puño impactó su costado, haciéndolo crujir.

Mi rodilla subió con rabia, destrozando su mentón en un solo movimiento.

No le di ni un segundo.

Hundí mi mano en su cabello y lo arrastré hacia abajo. Una lluvia de golpes descendió sobre su rostro. La sangre saltaba, salpicando el suelo, mis nudillos, incluso mi ropa.

Era rojo. Todo era rojo.

El sonido de su respiración entrecortada me retumbaba en los oídos.

De pronto, una de mis manos fue detenida con fuerza.

Su mirada había vuelto.

Se preparaba para devolvérmela.

Pero no lo dejé.

Un estruendo metálico cortó el aire.

Ella apareció a toda velocidad, liberando tensión de la cadena que había atrapado a Ren. En un movimiento rápido y brutal, la enrolló alrededor de su cuello, tirando con violencia desde ambos extremos.

Su contraataque falló. Tosió al instante.

Gimió por la presión y sujetó la cadena con una mano, pero con la otra… lanzó una llamarada directa hacia mí.

Giré mi cuerpo hacia la derecha. El fuego me rozó, abrasando parte de mi costado, pero no me detuve.

Lo seguí golpeando.

Más fuerte. Más rápido. Quería más. Quería romperlo desde adentro.

—¡DYR!

Esa voz…

—¡ALÉJATE!

La rabia no cedía.

Tomé su rostro con ambas manos y me concentré. Mi energía envolvió su cabeza mientras extraía el oxígeno de su cuerpo. Sus ojos se abrieron de par en par al notar la falta de aire.

Dejó de forcejear con ella y me tomó del brazo.

El dolor fue instantáneo.

Mi carne crujió, ardió, se deshizo.

¡Lo incineró!

Una risa sorda escapó de su garganta mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás para buscar a la chica con la mirada. Sus ojos la encontraron y… ahí estaba eso otra vez.

No era miedo.

Era esa maldita expresión decidida.

Esa firmeza que no se quebraba.

Eso lo enfureció.

Me pateó con fuerza, usando mi cuerpo como impulso. Voló hacia ella y se plantó delante suyo, con los ojos encendidos por la rabia.

Su pierna giró en un ángulo perfecto. Un tajo de aire, un golpe seco y certero en su rostro.

No terminó ahí.

Se alzó, giró de nuevo. Otro impacto.

Iba a continuar.

Me arrastré como pude, aún con el brazo humeante. Llegué justo a tiempo para interceptarlo, pero la violencia del choque fue tal que mi otro brazo fue arrancado de cuajo.

No tuve tiempo para gritar.

Incliné el cuerpo hacia adelante, y al instante siguiente levanté mi cabeza con toda la fuerza que tenía.

Crack.

Su mandíbula fue golpeada con mi cráneo.

No se lo esperaba.

Di un salto. Mis piernas se elevaron, se envolvieron sobre su cuello. Tiré de él hacia atrás, girándolo, haciéndolo retroceder.

Pero lo conocía.

Sujetó mi pierna. Lo vi. Sabía lo que iba a intentar.

Y justo cuando su puño descendía para arrancármela, una ráfaga cortó el aire. Una barrera invisible se alzó como una pared firme entre nosotros. Su golpe se detuvo de golpe.

Gruñó.

Y comenzó a golpear esa barrera, una y otra vez.

Frustrado.

Usó su pierna para barrerme. Caí de espaldas. Pero no fue para atacarme.

Pateó el suelo.

Una grieta se abrió bajo mis pies, y llamas surgieron como serpientes incandescentes, devorando mis piernas.

Grité.

Y justo entonces, su cuerpo se impulsó. Una patada brutal me elevó varios metros. Volé, sin aire, sin equilibrio.

Pero no se detuvo.

Fue tras de mí.

Y allí estaba otra vez.

Ella.

La misma que no dejaba esas cadenas. Aun con su cuerpo herido, aun con la carne quemada, seguía sujetándolas.

Esta vez, eran visibles.

Y él lo sabía.

Las tomó. Las apretó con rabia. Ya no quería soltarse. No esta vez.

Tiró de ellas con fuerza, atrayéndola.

Extendió su mano.

Una llamarada surgió de su palma, y su estómago fue atravesado al instante.

Ella no gritó.

Solo soltó un aliento tembloroso. Lágrimas se deslizaron por sus mejillas, pero sus ojos…

Sus ojos no mostraban miedo.

Sus dedos se cerraron aún más sobre el acero ardiente.

—¡Déjalos en paz! —la voz infantil rompió el momento. Pequeñas manos se aferraron a su espalda.

—¡Déjalos en paz! —repitió, entre sollozos.

Él se congeló por un instante.

Dejó de empujar la cadena.

Miró por sobre su hombro.

—Yura… —pronunció su nombre con molestia, como si la simple mención le irritara—. Lárgate… o sufre con ellos.

Pero no retrocedió.

Se aferró con más fuerza.

Lo obligó a girarse para verlo cara a cara.

Apenas se giró, lo encontré de frente.

Mi brazo derecho aún se retorcía en carne viva, la piel reconstruyéndose a tirones sobre el músculo, pero no me importó.

Le metí un puñetazo que hizo estallar sangre de ambos.

La suya. La mía. No sabía cuál ardía más.

Pero antes de que pudiera repetir el ataque…

Puso algo frente a mí.

Las cadenas.

Las mismas que Nanatori sostenía con el alma.

Un estruendo metálico quebró el aire.

Las cadenas se convulsionaron como si cobraran vida, retorciéndose, gimiendo. En cuestión de segundos, atravesaron la carne de Ren como cuchillas salvajes, destruyendo su mano con un crujido nauseabundo.

Saltaron.

No hacia Nanatori.

No para volver con él.

Se deslizaron hacia mí.

Un escalofrío me atravesó antes de que pudiera hacer algo.

Las cadenas me envolvieron el brazo derecho, trepando como serpientes hambrientas. No solo me ataron. Se fusionaron conmigo. Se clavaron en mi carne, perforándola, mezclándose con mi energía, penetrando hasta el alma.

Grité.

Un grito crudo, desbordante de dolor.

El mundo pareció temblar.

Pero no había tiempo.

Ren reaccionó al instante.

Me tomó mientras aún me retorcía en el castigo. Me arrastró como una muñeca de trapo y me arrojó hacia atrás. Mi cuerpo voló y se estrelló contra Nanatori. El golpe fue brutal. Un concierto de huesos quebrándose, carne desgarrada y dolor compartido estalló en un único alarido.

—¡DEJA DE LASTIMARLOS! —la voz de Yura sonó, quebrada por la desesperación.

Pero Ren ya no escuchaba.

Extendió su brazo.

Una onda invisible lanzó a Yura por los aires como si fuera nada. Sus ojos ahora hablaban en silencio, con una furia que no dejaba lugar a interpretaciones.

*No te metas.*

Abrí los ojos. Con fuerza. Con furia.

Traté de girarme, de levantarme.

Pero llegué tarde.

—D… Dyr…

Su voz me llegó rota.

Nanatori apenas podía articular el sonido. Su cuerpo sangraba por todos lados.

Entonces lo vimos.

Él estaba frente a nosotros.

No vaciló.

Su brazo se encendió en llamas una vez más.

Un único movimiento.

A través de mi estómago.

Y el de ella.

El dolor me dejó sin aire.

Ella gritó. Yo no pude.

Nuestros ojos se encontraron.

Ella temblaba. Su rostro palidecía.

Yo solo podía mirar con rabia. Apretaba los dientes, pero el fuego me devoraba por dentro.

No buscaba nada.

No rebuscaba.

Solo nos torturaba.

Revolvió su mano dentro de nuestros cuerpos, destrozando entrañas, destruyendo todo lo que aún latía.

Y entonces, con violencia desmedida, retiró su brazo.

En su mano: el fragmento palpitante.

Lo alzó como un trofeo.

Nos miró por última vez.

Y lo llevó a su boca.

Lo masticó.

Frente a nosotros.

Crujió entre sus dientes, húmedo, caliente, como si saboreara el alma de un dios.

—Así es como termina —escupió.

Se dio media vuelta.

El suelo se quebraba a su paso.

El aire temblaba.

La realidad comenzaba a retorcerse, incapaz de contener su energía.

Ya no era un hijo de Dios.

Era algo peor.

Era lo más cercano a Dios.

—¡DYR! ¡NANATORI!

Yura.

Sus pies golpeaban con torpeza el suelo mientras corría hacia nosotros.

Mis brazos aún envolvían a Nanatori. Temblorosos, quemados, heridos… pero firmes.

Ella se apoyaba en mí, su sangre empapando mi pecho, su respiración apenas audible.

—Aguanta… —susurré.

—Nanatori…

Oye… contéstame… —

Mi voz apenas salía.

Las palabras se quebraban en mi garganta.

El llanto me ahogaba, y las lágrimas caían como si el mundo se deshiciera dentro de mí.

—Nanatori… —susurré otra vez, suplicando.

Mi cuerpo temblaba.

El dolor era tan intenso que no sabía si venía de mis heridas o de lo que acababa de perder.

Mi piel se volvió pálida, tan rápido que ni siquiera lo noté. Mis ojos se hundieron, mi energía se deshacía segundo a segundo. Y mis cicatrices… se multiplicaban. Se extendían por mi piel como si algo oscuro despertara en mi interior, más rápido de lo que jamás lo había hecho.

—D… Dyr…

Su voz… apenas un hilo de aire.

Y de su boca, una bocanada de sangre caliente manchó mi rostro.

—No… no, no, no —jadeé, mis brazos se tensaron—. ¡Por favor!

—Yo…

La voz de Yura era un susurro entre sollozos.

Se arrodilló junto a nosotros, con las manos temblando.

—Ren… Yo… lo siento… perdónenme…

Quise responder.

Quise decirle algo.

Pero no podía.

—Na…Nanatori…

La llamé por última vez.

Mis brazos cedieron.

Mi cuerpo cayó con un golpe sordo.

No había más fuerza. Ni siquiera para sostenerla.

Ni para mantener los ojos abiertos.

La oscuridad me rodeaba.

Y entre los gritos ahogados de Yura, entre el caos, el fuego, y la desolación...

Una pregunta se coló en mi mente antes de perder la conciencia:

¿Una vida feliz...?

¿Cómo se supone que se siente eso...?

More Chapters