Se arrepentía, al menos un poco, de haberse quejado días atrás por no haber entrado de inmediato a la ofensiva. Ahora entendía el valor de la espera. Lo comprendía mientras cabalgaba a través de uno de los pocos caminos decentes en ese infierno de piedra llamado Karador, montado sobre su majestuoso caballo Straelgar, un ejemplar de pelaje gris ceniza con destellos perlados en la crin, un animal tan elegante y disciplinado que parecía esculpido más por manos de artista que por las de un criador. A cada paso de su montura, el eco de los cascos retumbaba entre las rocas, como si la misma montaña reconociera y pesara la gravedad de los días por venir.
Karador era, en muchos sentidos, una joya sombría. Una cadena montañosa colosal, de crestas nevadas que brillaban con la luz cenicienta del sol filtrado por las nubes perpetuas. Los valles entre picos eran amplios y profundos, cicatrices abiertas en la carne del mundo, llenas de vegetación escasa pero resistente: arbustos retorcidos, musgos oscuros, líquenes fosilizados sobre piedra milenaria. Las minas abiertas salpicaban el paisaje como heridas supurantes. Porque sí, esas montañas eran hermosas... pero estaban más teñidas de rojo que del blanco de la nieve. Su historia era una de guerras, rebeliones, esclavitud, conquistas y genocidios. No había palmo de tierra allí que no hubiera probado la sangre.
Friedrich von Schwarzeck, el Tercer General del Marquesado de Thaekar, también conocido como "La Llama de Plata", lo sabía mejor que nadie. Había llegado hacía diez días, casi al mismo tiempo que los primeros destacamentos de Zusian. Pero en lugar de comenzar los enfrentamientos como se esperaba de ambas fuerzas, la guerra parecía contener el aliento. Ningún lado había hecho un movimiento real. Solo fortificaciones, reconocimiento, movimientos logísticos. Preparativos.
A pesar de que ambos bandos habían declarado posturas ofensivas, Ilarius Ronkler, dio la orden de fortificar con obsesiva meticulosidad cada pulgada de su porción de las montañas. Aunque solo controlaban un veinte por ciento del territorio de Karador, esa franja era vasta como un condado entero. Y en ella se alzaban más de 500 fortalezas de montaña, 700 fuertes menores, unas 30,000 minas fortificadas y cerca de 70,000 pueblos mineros esparcidos en los repliegues, crestas, cañones y valles ocultos. Era un infierno logístico.
Durante días, las tropas se dividieron en miles de unidades para inspeccionar, reforzar y establecer puntos defensivos en cada uno de esos lugares. También se les encomendó una tarea adicional: identificar la presencia de "Devoradores de Huesos" y otros nidos de criaturas subterráneas que habitaban las grietas y túneles abandonados de Karador. ¿Para qué? Friedrich no lo sabía con certeza. Tal vez Ilarius tenía intenciones de usarlas como armas biológicas, como escudos o como puro caos. Nada era imposible viniendo de él.
Despues de eso, su otro infiero fue mover once millones de soldados a través de montañas tan abruptas, con el objetivo de asegurar cada sitio al mismo tiempo, fue una prueba de locura. Días insufribles de niebla helada, caminos traicioneros, derrumbes y emboscadas de bestias nativas en sus exploradores. Pero finalmente, al terminar, estableció un punto de reunión para aguardar órdenes. Tardaron dos días en llegar.
Ilarius, con su habitual tono helado, ordenó una ofensiva conjunta. Los cinco frentes avanzarían simultáneamente, en un asalto masivo. Por eso habían esperado. Por eso habían fortificado. No se trataba de una guerra de desgaste ni de una invasión progresiva. Sería una tormenta de acero desatada en cinco frentes al mismo tiempo.
En el ala izquierda —el sur— estaban Albrecht von Drakenwald y Konrad Eisenfaust, quienes se enfrentarían a Quentin Shadowstrike. En esa misma ala, pero más hacia el centro, Gustav Halberdthal chocaría contra Olegar Vorodin. En el ala derecha —el norte—, cerca del centro, los Gemelos de Hierro, Erich Nachtwehr e Ilsa von Vehlendorf, se enfrentarían a Garrick Halvarsson. Y en el extremo norte, Friedrich y Wilhelm von Thornhart serían los encargados de contener —o enfrentar— a Roderic Ironclaw.
Ese último punto le robaba el sueño.
Wilhelm era un buen general. Ordenado, metódico, implacable. Pero Roderic Ironclaw… era un monstruo con forma de hombre. Su apodo lo decía todo: El Invicto. Hace once años, en estas mismas montañas, había enfrentado a diecisiete millones de soldados thaekarianos con apenas un millón y medio de hombres. Brutalizó a siete millones, capturó a diez. Roderic Ironclaw era el hombre que casi aniquila a Stirba con solo una fracción de las legiones de hierro. Sus campañas eran contadas como leyendas; su brutalidad, como advertencia. Incluso para Friedrich, enfrentarlo era más que una preocupación: era una condena anunciada.
Y para colmo, el heredero de Zusian, Iván Erenford, el llamado Lobo de Zusian, comandaba el centro. El corazón del ejército enemigo. Frente a él, Ilarius colocó su propia fuerza personal, lo mejor que tenía: el centro sería el ancla de su ofensiva. De los 156 Batallones de Plata asignados originalmente a cada frente —13,260,000 soldados— Ilarius retiró la mitad de las unidades élite de los flancos para concentrarlas en el centro. Eso elevó las cifras a unos 20,280,000 hombres solo para enfrentar a Iván, mientras los otros cuatro frentes quedarían con 11,505,000 cada uno.
Era una apuesta calculada. Una apuesta sangrienta.
Pero almenos Friedrich tenía algo más. Algo que lo ponía en ventaja, al menos en lo numérico. El mando directo sobre la compañía mercenaria más poderosa que habían contratado: La Legión del Cuervo. Una infantería profesional, fría, adaptable, sin ideales ni patria. Solo objetivos. Catorce millones de soldados mercenarios bajo su mando, sumados a sus once millones originales, le daban una fuerza total de 25,505,000 combatientes. Frente a ellos, los informes estimaban 18,408,000 legionarios zusianos. Por fin, ventaja. La única ala con superioridad numérica real.
El plan era claro. El ala izquierda actuaría como una muralla: podría adaptarse, replegarse o resistir como un muro inquebrantable. El centro, con Ilarius, sería el ancla, la línea impenetrable. Y el ala derecha —la suya— sería el puño que rompería la carne enemiga, que atravesaría sus defensas y abriría la herida. Una ofensiva envolvente, devastadora.
Quizá, pensó con ironía, ambos bandos planeaban lo mismo.
Y era esa coincidencia lo que lo perturbaba.
Porque podía sentirlo. Esa extraña sensación helada y constante de estar siendo observado. Una presión invisible que se aferraba a su nuca como un aliento gélido, reptando por su espina dorsal. Como si dos pares de ojos atravesaran la niebla y la roca para clavarse en su ser. Uno de ellos lo reconocía bien: era la mirada de Ilarius Ronkler, su superior, su comandante, su sombra. Aguda, cortante, meticulosa. La mirada de un estratega consumado, de un jugador que ve el tablero completo y mueve piezas con una precisión quirúrgica, sin piedad ni vacilación.
Pero el otro... el otro era diferente. No venía de atrás, sino del frente. Desde más allá del horizonte rocoso. Desde las alturas cubiertas de escarcha y oscuridad. Era una sensación densa, sofocante, como si la montaña misma exhalara una conciencia. No era el simple presentimiento de que alguien lo miraba. Era como si algo lo estuviera pesando, evaluando, desnudando capa por capa.
Ese segundo par de ojos no eran los de un depredador común, no tenían la frialdad salvaje de una bestia cazadora como Roderic Ironclaw. A Roderic se le describía como un lobo de sangre fría, sí, pero su mirada era animal, directa, como una cuchilla. Esto era distinto. Más oscuro, más profundo, más denso. Esa mirada no se clavaba… se deslizaba. No rasgaba… envolvía. Era como un río oscuro que lo arrastraba hacia lo desconocido. Una mirada hipnótica, embriagante. Una presencia que, aunque aterradora, uno quería seguir observando. Como si el alma sintiera el deseo de rendirse ante algo más grande que sí misma.
Y entonces lo supo.
Esa era la mirada de Iván Erenford. El heredero de Kenneth. El joven, pero temido, "Lobo de Zusian". No necesitaba verlo. Lo sentía. No había duda en su mente. Ese peso, esa oscuridad embriagadora que le hacía hervir la sangre de ansiedad y temor… venía de él.
Friedrich alzó la mirada al cielo encapotado. Los picos de Karador se alzaban como colmillos inmensos de piedra y nieve, coronando el paisaje con un aura de realeza fría y ancestral. Y por un instante —uno solo— juraría haber visto dos figuras en la cima de una de las crestas más altas. Una era alargada, brillante, afilada como una lanza, erguida contra el cielo gris; la otra era enorme, vasta, como una tormenta contenida en forma humana, con una presencia tan abrumadora que incluso desde la distancia imaginaria se sentía su peso.
No había nadie allí. Por supuesto. No podía haberlo.
¿O sí?
Porque si había una verdad eterna en Karador, era que los gigantes nunca dormían. Solo esperaban.
Negó lentamente con la cabeza, intentando despejar esas visiones que se enredaban en su mente como niebla maldita. Giró la mirada a su lado, donde su compañero de mando avanzaba con solemnidad y paso firme: Wilhelm von Thornhart, el legendario "Sol de la Victoria". Ambos eran amigos, aliados en más de una campaña. Y aunque el afecto estaba presente, la gravedad del momento se colaba en la conversación.
Friedrich se acercó aún más, tirando de las riendas de su corcel. Su montura, tan perfecta como él, parecía moverse al ritmo de una música secreta, obediente a los caprichos de su jinete sin necesidad de espuelas o látigo. No llevaba estandarte. Él mismo era su estandarte, su imagen una mezcla de nobleza forjada en fuego y acero.
—¿Qué tanto piensas? —preguntó Wilhelm, mirándolo de reojo con esa sonrisa ligera, casi irónica, que parecía siempre colgar de sus labios.
—En cómo evitar mi muerte —respondió Friedrich sin rodeos.
—Vaya —respondió el otro con una leve risa seca—. Eso no suena muy motivador.
—No me importa. Los hombres no me estaban mirando.
—Pero tu aura… —respondió Wilhelm, esta vez sin rastro de burla—. Tu aura parece la de un derrotado, no la de un general que guía a sus tropas a la victoria.
Friedrich suspiró, bajando ligeramente la cabeza, sus ojos azules buscando consuelo en el vacío blanco de las alturas.
—Porque estamos marchando hacia nuestra muerte —dijo, mordaz—. Y yo simplemente soy lo bastante lúcido para verlo venir.
Wilhelm asintió lentamente, en silencio, como si pesara las palabras antes de responder. Luego, alzó la mirada hacia el horizonte, hacia donde el centro de los zusianos se ocultaba entre la niebla y los riscos.
—¿Quién sabe? —dijo al fin, su voz más firme, más templada—. Tal vez nos hagamos de un nombre. Tal vez seamos los que provoquen la primera derrota… o la muerte… del mismísimo Roderic Ironclaw.
Friedrich sonrió, pero no era una sonrisa verdadera. No era cálida, ni orgullosa, ni valiente. Era una mueca torcida, amarga, nacida del escepticismo y de una lucidez cruda. Una sonrisa cargada de resignación. De esas que se dibujan cuando uno sabe que está siendo arrastrado por la corriente, que el río de la historia se lo llevará puesto… y que probablemente nadie recordará su nombre.
—¿Y si no? —dijo con un dejo de ironía seca, mordaz, como si se burlara de su propio destino—. Podríamos quizás derrotar a los otros generales zusianos, tal vez incluso vencer en algunos sectores… pero este, este maldito, siento que nos va a devorar vivos. Roderic no es un comandante cualquiera, Wilhelm. En un lugar como el Ducado de Zusian, donde todo gira en torno a la guerra, donde desde niño te enseñan a matar y conquistar, destacar entre miles de millones ya te convierte en un monstruo. Pero él... él es el primero entre esos monstruos. Para llegar a ese lugar necesitas ser algo más que humano.
Hizo una pausa, mordiendo cada palabra con un amargo respeto que rozaba el miedo.
—Dicen que estaba al nivel de Kenneth Erenford, "El Lobo Sangriento", el puto cataclismo viviente de su época. Dicen que fue su mano derecha, su sombra, una de sus mejores espadas. Y ahora ese mismo demonio pelea por su hijo, el tal Iván… y nosotros vamos a intentar "hacernos de un nombre". ¿Suena motivador, no? Ir a morir bajo las botas de una leyenda viviente.
Wilhelm soltó una carcajada breve, un sonido profundo y sincero. Alzó una mano enguantada en acero bruñido y le dio una palmada firme en la espalda a Friedrich. El golpe resonó con un eco metálico, como si el aliento mismo del acero hubiera sido convocado.
—Hablas como si esas leyendas fueran eternas. Como si la historia no estuviera hecha de hombres que sangran igual que tú y yo. —Su voz era templada, sólida, casi serena—. Kenneth fue un dios de la guerra, sí. Pero incluso él cayó. Fue asesinado. Por muy temible que haya sido, no era inmortal. Roderic no es diferente. Solo otro nombre que algún día se escribirá en piedra… o se borrará con sangre.
Sus ojos verdes, intensos, lo miraron con una convicción casi contagiosa.
—Nosotros somos la nueva generación, Friedrich. Y no por eso tenemos que vivir a la sombra de los muertos. Las leyendas no son dioses. Las leyendas mueren. Y cuando lo hacen, alguien debe alzarse en su lugar. ¿Y por qué no nosotros? Si morimos, moriremos luchando. Pero si vencemos… si vencemos, seremos el principio de algo nuevo.
Friedrich bajó un poco la cabeza, pensativo. No creía del todo en sus palabras, pero había algo en la voz de Wilhelm que encendía brasas apagadas. Algo en su temple, en su forma de hablar, que hacía que uno quisiera creer, aunque fuera por unos minutos. Por unos kilómetros más.
—¿Solo eso? —dijo con una sonrisa apenas disimulada—. ¿Tú el sol y yo la flama?
—Yo ilumino, tú incendias —respondió Wilhelm con una sonrisa torcida, tan confiada que parecía desafiar al mismo destino—. Como siempre ha sido.
Los cascos de sus caballos golpeaban la roca con un ritmo grave, solemne, como tambores fúnebres resonando en los pasillos de la muerte. El cielo encapotado parecía cerrarse sobre Karador como un velo gris, y en la lejanía, los primeros cuernos de guerra rompieron el silencio con su bramido profundo. El humo de las forjas comenzó a elevarse, denso, oscuro, contaminando el aire con ese olor a hierro, grasa y futuro incierto.
—Vaya —comentó Friedrich mientras soltaba una exhalación entre dientes—, debiste ser orador en lugar de general. Carajo… tengo que admitir que eso sí que me subió la moral.
Wilhelm le guiñó un ojo y sin decir una sola palabra más, espoleó su caballo con fuerza. Se adelantó unos pasos, alzó su maza de guerra de dos manos, una bestia de acero y bronce tan grande como su brazo entero, y la alzó al cielo gris con una fuerza feroz.
Y entonces rugió.
Un grito que no fue solo un llamado al combate, sino un rugido ancestral, una explosión de voluntad cruda que atravesó las montañas como una descarga sísmica de fuego y furia.
—¡POR THAEKAR! ¡POR EL MARQUESADO! ¡POR NUESTRA GLORIA Y VICTORIA! ¡VIVA THAEKAR! ¡VIVA THAEKAR!
La voz de Wilhelm von Thornhart estalló como un rugido divino. No era una proclama de honor, ni un cántico ceremonioso, era puro fuego: impetuoso, salvaje, cargado de hambre y necesidad. Como si cada palabra arrastrara con ella los siglos de orgullo, rencor, hambre y sangre de las tierras de donde venían. Cada sílaba era una promesa de acero y llamas.
El eco se lanzó a galopar entre los riscos, deslizándose por las grietas y quebradas, rebotando por las escarpas como un rugido de dragón encerrado. El sonido era tan potente que parecía que el mismo Karador se estremecía, que las piedras temblaban bajo los cascos de los caballos, que los riscos se erguían para escuchar y las nubes grises se abrían por un instante, asombradas.
Los estandartes del Marquesado ondearon con violencia brutal, sacudidos por el viento que parecía encenderse con el clamor. El dragón negro sobre fondo de plata parecía a punto de romper el lienzo y lanzarse a volar como una bestia viva. La tela temblaba como si palpitara, viva, furiosa.
Y detrás de Wilhelm, como un trueno que sigue al rayo, los batallones enteros de Thaekar respondieron al llamado con una sola voz.
Una sola garganta hecha de millones.
Un rugido colectivo que no tenía forma ni idioma, pero que atravesaba la médula. No era ordenado, no era ceremonial, no era militar. Era visceral. Era la furia de hombres que sabían que iban hacia el abismo, pero querían arrastrar a todos con ellos. Era una tormenta de voces que gritaban desde el fondo de los pulmones y el filo de las armas.
Las hachas de petos golpearon los escudos, los cascos retumbaron contra las piedras, los martillos se elevaron al cielo, las espadas se alzaron como dientes de dragones hambrientos, y el aire se volvió fuego, la moral una chispa que incendiaba la sangre. No había espacio para dudas, ni para el miedo. Solo quedaba la voluntad de aniquilar.
Friedrich rodó los ojos con una exhalación larga, casi resignada. Sabía que Wilhelm era así. Siempre tan teatral, tan encendido. Él, en cambio, era más frío, más medido. No gritaba, no levantaba el puño, no arengaba a la muchedumbre… pero algo en el corazón latente de ese rugido le hizo temblar un poco el pecho.
No por emoción. Sino por el presentimiento inevitable de que algo, allá adelante, entre esas montañas, iba a responder. Y que cuando lo hiciera, lo haría con un rugido aún más aterrador.
A su derecha, la figura montada de Kaspar von Drachenfels se inclinó ligeramente hacia él. Su voz era baja, pero clara como el hielo quebrándose.
—El señor Thornhart está muy motivado hoy —dijo, sin emoción alguna, como quien lee un informe. Sus palabras parecían talladas en piedra.
Kaspar von Drachenfels, "Colmillo Plateado", su mano derecha. Un coloso ágil, cuya presencia parecía absorber la luz. Su cuerpo era una máquina de guerra: torso amplio, hombros cuadrados, piernas como torres de piedra. Piel pálida y aspera, cabello rubio muy claro que parecía casi blanco, peinado hacia atrás salvo por unos pocos mechones que se negaban a obedecer. Sus ojos, de un azul claro y clínico, parecían diseccionar todo a su alrededor. Su rostro era duro, afilado por una cicatriz larga que cruzaba su mejilla izquierda, como una firma de acero. Era su espada: el primero en entrar, el último en caer. Una tormenta envuelta en disciplina. Silencioso, letal, preciso. Especialista en rupturas de líneas enemigas, en combate caotico, en ejecuciones quirúrgicas con fuerza bestial. Donde caía, la línea enemiga se quebraba.
A su izquierda, Alvar Heigren "El Ultimo Muro", su escudo, su muro inquebrantable, marchaba con la calma de un dios del asedio. Era inmenso, de esos hombres que parecen hechos de piedra. Su espalda era tan ancha como una puerta de fortaleza. El cabello castaño oscuro bien peinado hacia atras. Su piel curtida tenía ese tono de los hombres que han vivido en campaña la mayor parte de su vida. Su barba espesa y bien recortada cubría su rostro anguloso, marcado por múltiples cicatrices, cada una una historia no contada. Sus ojos, de un marrón profundo y denso, miraban con la serenidad de los que han visto de todo y no se inmutan por nada. Alvar era resistencia pura. Era el último bastión. Su especialidad era el orden en el caos: reorganizar tropas rotas, contener flancos colapsados, alzar escudos cuando todos huían.
—El general Wilhelm es así —respondió Alvar con su tono grave, cargado de un peso que venía no del volumen, sino de la solidez de su experiencia—. Los hombres ambiciosos como nuestro señor siempre brillan cuando el cielo se oscurece. Obviamente, nuestro señor brilla más que todos.
Friedrich no respondió de inmediato. Exhaló con suavidad por la nariz y soltó una breve mueca que, en su lenguaje, era lo más cercano a una sonrisa resignada.
—Por favor, no me comparen. Somos diferentes —murmuró, más para sí que para ellos, como si lo dijera para apartar el peso de las expectativas que comenzaban a caerle sobre los hombros como una nevada invisible pero insistente—. Pero ya qué importa…
Su tono se volvió más seco y directo al girarse hacia ambos colosos a su lado.
—Hagan que la caballería pesada comience a reforzar la vanguardia y los flancos. Puede que el terreno no sea el más favorable, pero siguen siendo nuestro mejor muro contra cualquier intento de flanqueo. No quiero sorpresas. Y además… —su voz bajó un tono, más tensa, con una pizca de incomodidad que no era habitual en él— ordenen a mi guardia personal que forme inmediatamente. Quiero una formación cerrada, disciplinada. Tengo una maldita sensación, desagradable… de que el combate podría comenzar en cualquier momento.
Kaspar y Alvar intercambiaron una mirada rápida pero cargada de entendimiento. Ambos asintieron sin palabras y se separaron de inmediato, cada uno desapareciendo en direcciones opuestas entre la masa de hombres, estandartes y acero.
Friedrich se giró hacia el frente. En la vanguardia se había posicionado la Legión del Cuervo. Buena elección. Si algo había que decir de esos bastardos, era que servían bien para recibir los primeros embates. Eran amortiguadores humanos: resistentes, inquebrantables, sin alma, pero efectivos.
Los miró desde la distancia, como quien observa una máquina en marcha. Y eso eran.
La Legión del Cuervo. Infantería veterana. Infantería moldeada por la crueldad, endurecida en las batallas más oscuras del continente. No eran soldados. Eran herramientas. Máquinas humanas de guerra. Cada paso que daban parecía medido. Cada línea que formaban tenía el orden perfecto de un grabado geométrico.
Eran silenciosos. Letales. No coreaban cánticos, no alzaban gritos. No ondeaban estandartes al viento con jactancia. Solo marchaban. Respiraban. Esperaban.
Sus armaduras eran oscuras, sin brillo, pintadas con hollín y tratadas con aceites que absorbían la luz. Ningún reflejo, ninguna concesión al espectáculo. Solo funcionalidad y miedo. Miedo que se colaba en la médula del enemigo mucho antes del primer choque.
Los yelmos de pico cerraban completamente sus rostros. No había ojos visibles, no había humanidad. Solo esas viseras estrechas, afiladas, como picos metálicos listos para desgarrar. Eran rostros de la muerte, máscaras del exterminio.
Las corazas eran de acero denso y sobrio, reforzadas con placas sobre una túnica acolchada. Las grebas, negras y articuladas, cubrían piernas entrenadas para marchar durante días sin descanso. Las botas, reforzadas con punteras de hierro, parecían más instrumentos de ejecución que protección.
A los costados, colgaban espadas bastardas ligeramente más pesadas que las estándar, de hoja recta y sin ornamentación. También dagas de ejecución: hojas curvas, dentadas, hechas para terminar lo que empezaban. Llevaban arcos cortos recurvados, silenciosos y potentes, y carcajs con flechas de plumas negras y puntas de tres hojas diseñadas para perforar carne, hueso y voluntad.
Cada uno cargaba también con un escudo pavés, pesado, ancho, tan alto como el pecho, una muralla individual para resistir las embestidas más violentas. Y como si fuera poco, llevaban también alabardas negras, afiladas como lanzas, pesadas como hachas, con bordes tan filosos que parecían cortar el mismo aire.
Las capas que vestían no eran de gala. Eran pesadas, gruesas, sin adornos, empapadas en barro o ceniza, hechas para camuflaje, no para desfiles. Muchas estaban rajadas, quemadas, manchadas de sangre vieja. Algunas tenían hasta pedazos faltantes, mordidas por la guerra.
Y los estandartes… largas bandas negras, sin marcos ni escudos, solo un cuervo con las alas abiertas descendiendo a desgarrar. En los extremos inferiores, bordados apenas visibles, frases antiguas en un dialecto militar muerto:
"Donde callan los hombres, habla el Cuervo".
"Ni piedad. Ni canto".
Solo ellos sabían leer esas frases. Y solo ellos debían hacerlo.
Los mástiles de sus estandartes estaban hechos de madera negra, barnizada hasta parecer obsidiana, rematados en una punta de hierro en forma de garra. Cada uno parecía más un arma que un símbolo. Más una amenaza que una insignia.
Y al frente de esa masa de sombra y acero… su capitán.
Valkar Senek. El Hombre de Hierro.
Era un muro con piernas. Una criatura de otra era. Su piel, de un tono enfermizamente pálido, parecía hecha de ceniza compacta. No tenía suavidad, ni grasa, ni pliegues. Era cuero endurecido por décadas de guerra. Sus hombros eran una plataforma de poder, sus brazos, como columnas antiguas.
Los ojos de Valkar eran dos discos de acero opaco, sin emoción, sin juicio. Solo estaban ahí para mirar y ejecutar. Su rostro carecía de expresión. Cabello gris ceniza, rapado a los lados, mojado por el sudor y salpicado por sangre vieja que no se había molestado en limpiar.
No hablaba mucho. Su voz era una piedra cayendo en un pozo.
Se decía que Valkar no dormía. Que cuando su batallón descansaba, él simplemente permanecía quieto, mirando hacia adelante con la misma expresión vacía. Que una vez atravesó tres líneas de arqueros solo para degollar a un comandante enemigo sin cambiar el ritmo de su paso.
Friedrich sabía que había pocos hombres como Valkar. Quizás ninguno. No había carne ni músculo tras esa mirada: solo función. Solo propósito. Un propósito que aplastaba todo a su paso.
Y aún así…
Aún así, la sensación persistía.
Era como una presión constante entre sus omóplatos, una punzada aguda que parecía hundirse más a medida que el aire se volvía más denso y el paisaje más desolado. Como si una lanza invisible estuviera suspendida justo detrás de él. No era paranoia, no del todo. Era algo más primitivo, más viejo, más profundo. Como si algo —o alguien— lo estuviera observando con una mirada que no venía de ojos humanos. Desde más allá de los riscos. Desde las alturas sombrías de Karador. Desde el corazón mismo de la montaña.
Continuaron avanzando. Las filas se mantenían compactas al principio, disciplinadas como una única criatura de muchas cabezas. Sin embargo, el terreno pronto forzó lo inevitable: un estrechamiento. Algunas de las columnas comenzaron a delatar ese apretón natural. Se volvieron más delgadas. Una serpiente forzada a pasar por la garganta de una montaña que no deseaba tragarlos. Friedrich no lo dijo, pero no le gustó. Lo anotó mentalmente. Lo odiaba.
Pero nada ocurrió.
Aún no.
Los cuernos sonaron, roncos y distantes, anunciando el siguiente tramo del avance.
Y entonces, como un alivio, como una bendición que venía de la tierra misma, el camino se abrió. Una depresión en el terreno, vasta y amplia, con una altitud apenas inclinada que descendía en una especie de cuenca natural. Elevaciones a los costados como hombros pétreos la protegían, pero al frente, el Paso de Rallheim, una planicie alta y ancha de más de 200 kilómetros de largo y al menos 80 de ancho en su parte más abierta, cubierta de una hierba rala y pálida, salpicada de rocas de basalto oscuro y alguna que otra arboleda dispersa.
Allí, al fin, pudieron desplegarse en toda su magnitud.
Friedrich levantó una mano, deteniendo momentáneamente la marcha. Sus ojos se estrecharon. Observó el terreno. Luego hizo un ademán amplio.
Las formaciones se empezaron a abrir, las líneas se separaron como agua sobre una piedra inclinada. Las formaciones se ensancharon, ganando profundidad y amplitud a la vez, ajustándose como una máquina de precisión colosal. La Legión del Cuervo fue la primera en ocupar el frente. Catorce millones de sombras organizadas con precisión demoníaca. En la vanguardia, los escudos pavés formaban una muralla tan recta y densa que parecía haber brotado de la roca. Detrás de ellos, los hombres se organizaban en bloques de diez mil por línea, con una profundidad de cien líneas. Como una lengua negra que lamía el suelo, avanzaban en columnas rectangulares, dejando entre cada sección pasillos amplios para movilidad táctica, evacuación o avance rápido de unidades de refuerzo.
Sus flancos estaban ligeramente curvados hacia adentro, como los colmillos de un lobo agazapado. Cada unidad se identificaba solo por el orden de su bloque, no por colores ni estandartes.
A sus espaldas, los Batallones de Plata formaban la segunda gran capa de esta colosal formación. La infantería pesada formaba un cinturón ancho justo detrás del frente del Cuervo, sus armaduras reluciendo como una mar plateada bajo el cielo encapotado. Era una línea de más de ocho millones de hombres, organizada en bloques rectangulares de doce mil por fila, con una profundidad de setenta líneas. Entre cada formación se dejaban callejones de acceso para los arqueros y ballesteros que se agrupaban en formaciones alternas, tres líneas de arquería por cada seis de infantería.
La infantería media marchaba un paso detrás, alineada en líneas aún más móviles, con formación más suelta pero perfectamente entrenada para flanquear o reabsorber presión.
La infantería ligera, por su parte, estaba desplegada en los bordes exteriores, como una envoltura viva para las alas del ejército. Tenían la tarea de desestabilizar, de detectar movimientos de flanqueo, de reaccionar como un enjambre ante cualquier amenaza inesperada.
La caballería estaba agrupada en tres alas móviles: la ligera al frente, más de dos millones de jinetes veloces, en líneas que parecían pinceladas al galope. Detrás de ellos, la caballería media —tres millones más— como una segunda ola, más pesada, más estable, lista para cargar o para atrincherarse.
Y en la retaguardia directa, esperando su momento como una explosión en contención, estaba la caballería pesada. Dos millones y medio de jinetes sobre caballos acorazados que parecían torres vivientes. Cada uno portaba lanzas huecas, mandobles, martillos, hachas. Estaban alineados en bloques perfectamente rectos, tan juntos que el entrechocar de sus armaduras producía un zumbido constante, como una colmena de acero.
Y allí, en el centro del corazón del ejército, rodeado por los mejores hombres que había parido Thaekar, marchaba Friedrich.
Sus Portadores de Muerte.
Cinco mil jinetes de élite. No eran solo su guardia. Eran su escudo, su espada y su sentencia. Vestidos con armaduras completas, forjadas en acero bruñido con detalles negros en los bordes, viseras cerradas en forma de hocico, semblantes vacíos. Cada uno portaba una enorme alabarda negra con el filo curvado como la garra de una bestia. Llevaban también espadas largas en la cadera, y dagas anchas.
Sus caballos, igualmente blindados, estaban cubiertos con bardas de acero con detalles en plata y negro. Llevaban protecciones incluso en las patas, y los cascos estaban reforzados para golpear con más fuerza que una maza común.
Friedrich cabalgaba al frente de sus Portadores de Muerte, el cuerpo erguido como una lanza viva, los ojos fríos y concentrados clavados en la inmensidad del horizonte que se extendía más allá del Paso de Rallheim. No se alzaba ninguna polvareda en la distancia, ni se escuchaba un solo casco enemigo, pero eso no significaba paz. No con esa presión en el aire, densa como alquitrán. No con esa tensión que se colaba entre los huesos como el filo de una daga de hielo.
A su lado, Wilhelm cabalgaba con la misma solemnidad. Su silueta dorada, más propia de una figura mitológica que de un hombre de carne y hueso, brillaba con cada rayo de sol que atravesaba el cielo encapotado. Junto a él, avanzaban los suyos: su guardia personal, la Legión del Sol Naciente.
Cinco mil jinetes de élite formaban aquel muro dorado, organizados en formación de cuña. Cada uno portaba armaduras completas de acero plateado con bordes de oro. Sus visores eran lisos, sin rasgos, salvo por una franja delgada que permitía la visión, como una cicatriz horizontal en el rostro de un dios. Las lanzas que portaban eran largas, huecas, terminadas en puntas flameantes que parecían casi sagradas. A sus espaldas colgaban capas de color plata pura, rematadas en los bordes con hilo dorado. No ondeaban. Caían como estandartes de juicio.
—Dime, Friedrich… —preguntó Wilhelm con voz grave pero serena—. ¿Sientes que este será el lugar donde se derramará la primera sangre?
Friedrich no respondió de inmediato. Su rostro endurecido escudriñaba el paisaje de la vasta planicie del Paso de Rallheim. No había sombra que no pareciera una trampa.
—Es raro que ya hayas ordenado desplegar formaciones —añadió Wilhelm.
—Aunque no haya enemigos a la vista… es mejor avanzar así. —Su voz era una línea recta de hielo—. Además… hay una sensación… desagradable. Como si...
Pero no alcanzó a terminar la frase.
El mundo estalló.
Un trueno, uno que ningún hombre del Marquesado —ni siquiera él— había escuchado jamás, rasgó el aire con una violencia monstruosa. No fue un sonido: fue una agresión. Un estallido profundo, brutal, como si los pulmones de la tierra se hubieran contraído para vomitar fuego.
Friedrich giró el rostro justo a tiempo para ver una columna de humo negro alzarse en el flanco izquierdo. El suelo tembló. Un temblor seco, como el rugido de un dios al despertar.
Luego vino el impacto.
Una esfera negra, un cometa hecho de hierro y rabia, cruzó el cielo con un silbido que dolía en los oídos, que hacía sangrar el aire mismo. El sonido no fue un simple estruendo, fue un chillido agudo y enfermo que perforó el cráneo de todos los presentes, como si el mismísimo cielo hubiese sido desgarrado. Cayó sobre las filas de la Legión del Cuervo como la ira de una deidad primitiva, sorda y cruel. Impactó justo en el centro de un bloque de diez mil hombres.
Lo que ocurrió entonces no podía llamarse explosión.
Fue carnicería. Una abominación de fuego y acero.
El proyectil no solo trituró la primera línea, la desintegró. La masa de hierro se hundió en los cuerpos como un dios hambriento que abría las fauces, devorando carne, hueso, acero, esperanza. Los escudos pavés estallaron como si fuesen hechos de vidrio, las astillas volaron como cuchillas y se clavaron en rostros, cuellos, ojos. Las alabardas salieron despedidas como ramas que atravesaron a los propios compañeros de quienes las portaban.
Hombres enteros desaparecieron, no muertos, sino borrados, como si nunca hubieran existido. Pulverizados en una nube densa de sangre, entrañas desgarradas y huesos molidos. Las piernas quedaban de pie un segundo antes de desplomarse, como si aún no entendieran que ya no había cuerpo. Tripas colgaban de las ramas de árboles cercanos, rojas y brillantes como serpientes húmedas.
El suelo crujió. Luego se alzó. Como si se rebelara ante la abominación. La presión del estallido generó una onda expansiva tan brutal que desgarró la atmósfera misma. Los cuerpos cercanos fueron lanzados por los aires, no como soldados, sino como desperdicios. Algunos giraron con los brazos arrancados, otros aún gritaban en vuelo, solo para estrellarse contra el suelo con un sonido húmedo y roto. Cráneos reventaron al impacto, costillas perforaron pulmones, torsos se partieron en dos.
Brazos, cabezas, fragmentos de armadura y carne sangrante flotaban por un instante en el aire, suspendidos en el tiempo como parte de una obra macabra, antes de caer. Llovía carne. Llovían ojos, manos que aún se movían. El estruendo fue seguido por un silencio agudo, el tipo de silencio que grita. El tipo de silencio que solo existe entre gritos.
Y entonces, el cráter.
Un abismo ennegrecido, de bordes rotos y humeantes, con cuerpos carbonizados clavados a las piedras como muñecos grotescos en un altar de fuego. Algunos cuerpos aún se retorcían, envueltos en llamas, sin poder gritar, con las gargantas abrasadas y las lenguas colgando como trozos de carne asada. Los ojos derretidos se escurrían por las mejillas. Las armaduras estaban fundidas a la carne, y al intentar moverse, se arrancaban la piel con cada espasmo agónico.
Los gritos que emergieron no fueron humanos.
Fueron alaridos desgarradores, sonidos que no debían existir en ningún plano de realidad cuerda. Rugidos de hombres que no solo sufrían, sino que habían traspasado el umbral de lo soportable, arrastrando sus entrañas con manos temblorosas, buscando auxilio entre cadáveres sin rostro.
La sangre no empapó la hierba: la ahogó. La transformó en lodo espeso, resbaladizo, un pantano rojo donde las botas se hundían y los moribundos se asfixiaban entre burbujas escarlata.
Friedrich apenas tuvo tiempo de comprender el horror cuando otro estallido sacudió el flanco derecho. Un trueno nuevo. Otro infierno.
Y luego otro.
Y otro más.
El cielo rugía como una bestia preñada de muerte. Nubes de humo y fuego tapaban el sol. El infierno se abría, no con llamas, sino con una voz hecha de hierro, pólvora y odio. Una sinfonía de destrucción que hacía temblar el alma.
Cada impacto era una ejecución masiva. Los cuerpos eran arrancados de la tierra como si la misma naturaleza los escupiera. Hombres corrían envueltos en llamas, sin rostro, tropezando con los restos de sus camaradas, dejando tras de sí estelas de carne quemada. Las explosiones no solo mataban. Desfiguraban. Reescribían la forma humana en esculturas de dolor y desesperación.
Entonces, entre los ecos de muerte, entre los gritos descompuestos de los moribundos, entre el crujido de huesos aún calientes partiéndose bajo escombros y el siseo de la carne quemada evaporándose… se escuchó lo imposible: un cuerno de guerra.
Grave.
Ancestral.
No era un sonido para anunciar, era un sonido para sentenciar. Era la voz de un linaje de conquistadores muertos, llamando desde la tumba a tomar lo que les pertenecía. Lleno de orgullo, de hambre, de sed de masacre. Y lo peor… era hermoso. Como si la muerte misma hubiese encontrado música.
Desde tres direcciones, surgieron ellos.
Los jinetes pesados de Zusian.
Enormes. Infernales. Monstruosos.
Desde el norte, el este y el sureste, surgieron como una plaga de acero, como un recuerdo de antiguas leyendas que nadie quiso creer. No cabalgaban… devoraban el campo con sus monturas. Se abrían paso entre la neblina de sangre y el humo con una lentitud calculada, con la arrogancia de saber que nada podía detenerlos. Cada caballo era un titán viviente, una masa de músculo, furia y placas. Eran demasiado grandes para ser reales, demasiado blindados para ser bestias. Sus ojos eran pozos de locura.
Las bardas que los cubrían eran casi esculturas bélicas: hocicos de acero, cuellos protegidos con láminas dentadas que chirriaban con cada movimiento. Flancos blindados hasta las pezuñas, reforzados con púas, y puntas romas para embestir como carneros infernales.
Los jinetes eran más que hombres. Eran espectros encadenados al hierro. Llevaban armaduras negras como el abismo, con relieves en rojo oscuro, como si cada placa hubiese sido templada con sangre. Las hombreras estaban afiladas. Los guanteletes parecian garras. Las viseras de sus yelmos eran hendiduras delgadas, crueles, como los ojos de un animal depredador a punto de lanzarse sobre su presa. En silencio, su presencia gritaba: vas a morir.
Los estandartes ondeaban como maldiciones escritas en tela viva. El blasón de Zusian: un lobo dorado sobre un campo de noche total, con ojos de rubí que brillaban con luz antinatural, como si en verdad observaran. Las franjas negras y carmesí ondeaban como lenguas sangrientas, arrastradas por un viento que olía a tumba.
Sus lanzas estaban listas. Lanzas huecas, con alma de muerte.
Cada una de seis metros y medio. De acero templado y reforzado, diseñadas para estallar al impacto y esparcir fragmentos en todas direcciones. No atravesaban solo hombres, desmembraban. Las puntas estaban serradas, las varas pintadas con runas que se perdían en la tradición oscura de su pueblo. Era como si portaran huesos afilados de dragones extintos, y cada una fuese el dedo extendido de la Parca.
Y no gritaban.
No lo necesitaban. Su avance era el grito. Su visión, una sentencia.
Avanzaban al galope, pero era un galope que sacudía la tierra, que hacía vibrar los pulmones, que quebraba los nervios. Cada pisada de los corceles era una percusión infernal que resonaba en los pechos de los hombres que aún estaban vivos. Algunos comenzaron a orinarse. Otros simplemente cayeron de rodillas, sin fe, sin fuerza, sin voluntad de resistir.
Friedrich tragó saliva.
No fue miedo. No aún. Fue el reflejo involuntario del cuerpo al sentir la densidad del aire cambiar, al notar cómo la realidad misma parecía inclinarse hacia el caos. Un intento de vaciar la garganta para poder gritar.
—A posiciones —murmuró, aun atonito, pero rapidamente reacciono y retomo su cordura, empezando a rugir con furia desatada—. ¡¡¡A SUS PUTAS POSICIONES, RAPIDO, INICIEN CON LA FORMCACION DE MURO ABISMAL!!!
El Muro Abismal era una formación defensiva de múltiples capas: una línea frontal de escudos pesados en forma de muralla viva, apoyada por una segunda línea de espontones en ristre, detrás una tercera de infanteria pesada preparados para llenar cualquier brecha, y al fondo, arqueros y ballesteros listos para saturar el aire con muerte. Entre las líneas, corredores estrechos permitían el paso de refuerzos o retirada organizada. Una fortaleza móvil. Un abismo de acero.
Pero era demasiado tarde.
El suelo tembló. No por miedo. Sino por furia. Por el peso del acero que avanzaba. Por los rugidos de los caballos de guerra zusianos que se abalanzaban como una marea negra cargada de muerte. Desde tres flancos, la línea se convirtió en un caos vivo. La organización se rompió como un pergamino rasgado por una tormenta.
El galope se transformó en estruendo. En una sinfonía de herraduras que sacudían la tierra con la cadencia de tambores de ejecución. Un ritmo de juicio. Un llamado a la aniquilación. El campo mismo parecía temblar, como si presintiera que sería enterrado bajo montañas de cadáveres.
El impacto inicial fue un cataclismo.
Las líneas de la Legión del Cuervo, curtidas en decenas de campañas, famosas por su disciplina férrea, simplemente... se deshicieron. Los jinetes zusianos no aminoraron la marcha. No esquivaron. No dudaron. Cabalgaron a través de las filas como si atravesaran una nube de polvo.
Y las destrozaron.
Los primeros en caer no gritaron. No les dio tiempo. Fueron aplastados como insectos bajo ruedas de hierro. Cascos de guerra de cientos de kilos se estrellaron contra torsos, cráneos y espinas dorsales. El sonido no fue un estallido heroico, sino una secuencia de crujidos húmedos, rotos, viscosos, que hablaban de huesos astillados desde dentro, de columnas vertebrales quebradas como ramas secas.
Pechos reventaron. Mandíbulas salieron despedidas. Ojos colgaban de sus nervios ópticos por fuera del rostro, temblando como fruta podrida. Algunos hombres fueron aplastados con tal violencia que explotaron en una nube de sangre y vísceras, dejando tras de sí charcos de carne irreconocible. Las armaduras no ofrecieron defensa. Se hundían en la piel, se partían y se fundían con los cuerpos. Muchos morían de pie, decapitados en el instante, sin saber que ya no existían.
Los caballos no eran animales de guerra. Eran instrumentos de ejecución. Monstruos de acero. Sus pezuñas eran martillos. Sus movimientos, precisos y brutales. Un casco golpeó a un soldado en la pelvis y le partió el cuerpo en dos. Su mitad superior fue lanzada por el aire, aún agitando los brazos, como si implorara a los dioses una muerte rápida que no llegaría. Otro fue pisoteado con tanta fuerza que su torso estalló, esparciendo órganos sobre los escudos cercanos. El estómago abierto como una bolsa rasgada. El hígado, colgando de un espolón.
Los soldados volaban como muñecos deformes. Algunos chocaban contra compañeros que caían bajo el peso doble del enemigo y del miedo. El metal chirriaba contra el metal, pero los sonidos más aterradores eran los orgánicos: el desgarrar de tendones, el gorgoteo de sangre en pulmones perforados, el vómito ahogado de quienes aún no morían, pero ya habían dejado de luchar.
Y las lanzas huecas, cada una se hundía como una aguja en mantequilla, pero no era una simple perforación. Era una promesa de desmembramiento. Estallaban dentro de los cuerpos, liberando fragmentos dentados que rasgaban carne, trituraban huesos, arrancaban miembros desde el interior. Hombres eran abiertos desde el pecho hacia fuera, como si una fuerza invisible los hubiese desgajado. El suelo se llenaba de trozos humanos, espinillas seccionadas, rostros partidos verticalmente por la nariz.
Un solo jinete podía abrir una brecha de veinte cuerpos en segundos. Y al pasar, dejaban tras de sí un sendero de torsos huecos, tripas humeantes colgando de los arbustos, miembros amputados aún con espasmos reflejos. Algunos cuerpos seguían de pie por la rigidez del impacto, como estatuas macabras antes de desplomarse.
Cuando las lanzas se rompían, los jinetes pasaban a los martillos de guerra. Martillos con cabezas enormes, llenos de púas y dientes de acero serrado. Con cada golpe, un cuerpo era reducido a escombros. Uno de ellos cayó sobre un escudo pavés y lo partió en dos, junto con el brazo y la clavícula del portador. El resto del soldado cayó sobre sus rodillas, aún consciente, mirando su propia carne colgando antes de que un segundo golpe le desfigurara el rostro hasta hacerlo irreconocible.
Otro martillo se estrelló contra un yelmo y lo hundió dentro del cuello. El cráneo se hizo papilla. La sangre salió disparada por las rendijas del yelmo como vapor de una olla a presión, en hilos calientes que rociaban a los que estaban al lado.
La resistencia colapsaba en tiempo real.
Por cada línea que se cerraba, una nueva brecha se abría. El barro comenzaba a mezclarse con la sangre en una pasta espesa y caliente. No quedaba hierba: solo una alfombra de tejidos blandos, huesos, armaduras rotas y dientes incrustados en el fango.
La desesperación reemplazaba a la táctica. El orden se volvía histeria.
La segunda línea de la Formación del Muro Abismal intentó reorganizarse. Hachas de peto al frente, escudos a la espera… como un erizo que intenta parecer temible ante una manada de lobos hambrientos. Pero los caballos zusianos no eran animales normales. Algunos se empalaron ellos mismos para romper la formación. Sangraban… y seguían. No sentían dolor, solo obediencia.
Los jinetes saltaban desde las sillas en pleno galope, con un rugido que no era humano. Caían como proyectiles, hundiéndose entre los soldados como si fueran lanzados desde catapultas. Aterrizaban con los martillos ya alzados, girando con fuerza inhumana, rompiendo espaldas, partiendo esternones, arrancando brazos con un solo golpe.
Y entonces la lucha se volvía personal.
Los zusianos eran más altos, más anchos, más brutales. Cada uno parecía una montaña armada. Sus blasones negros y dorados se estrellaban contra tabardos grises y plateados, ahora teñidos de rojo y marrón. Hachas de peto eran desviadas. Lanzas, partidas. Escudos, despedazados.
Uno de los jinetes blandió su martillo de tal forma que un grupo de tres soldados fue aplastado en un solo giro. El torso del primero explotó, el segundo perdió la mitad del rostro y el tercero fue lanzado contra un árbol, clavado por las costillas en una rama astillada. Otro jinete pulverizo de un golpe la cabeza de un sargento, y sin detenerse lo usó para golpear a un subordinado que aún no reaccionaba.
Los cuerpos comenzaban a apilarse. La línea retrocedía paso a paso, hasta convertirse en una marea desordenada de hombres huyendo o arrastrándose entre gritos desesperados. Algunos mutilados buscaban salir del campo, gateando, chillando. Uno, sin rostro —aplastado por un martillo—, caminó tres pasos con la lengua colgando y las cuencas vacías antes de caer. Otro, con las piernas arrancadas, dejaba un rastro rojo como una pincelada grotesca mientras suplicaba por su madre entre sollozos convulsos.
Las flechas comenzaron a volar desde la retaguardia de los Batallones de Plata, pero muchas de ellas caían inútiles, desviadas por las bardas de los corceles zusianos, o se perdían entre la humareda, el polvo levantado por la carga y el cuerpo a cuerpo. Las puntas huecas no podían atravesar los blindajes reforzados, y en la confusión, en el delirio frenético del combate, incluso los arqueros más entrenados temblaban al tensar sus cuerdas. Gritaban los heridos, gritaban los vivos, gritaban los caballos y los moribundos, y entre cada rugido y relincho, el silbido de los proyectiles se volvía un coro miserable, desorganizado.
Uno de los ballesteros, empapado de sudor, con los dientes apretados por la presión, disparó antes de tiempo. Su virote salió disparado hacia un arquero aliado. El proyectil se incrustó con un sonido seco en su cuello, justo bajo la mandíbula. El joven cayó de rodillas, escupiendo sangre en borbotones, sus dedos convulsionando mientras intentaban inútilmente arrancar la saeta de su carne. Murió retorciéndose como un pez varado, entre arcadas, con los ojos vidriosos llenos de pánico.
El suelo, para ese momento, era un lodazal rojo. No quedaba rastro de la hierba rala de Rallheim. Cada pisada producía un chapoteo oscuro, como si se caminara en un pantano de sangre, sesos y fango. Restos de armaduras, trozos de carne, escudos astillados, y miembros arrancados decoraban el terreno como una ofrenda a los dioses crueles del combate.
Los estandartes caídos yacían como cadáveres mutilados. Algunos aún ondeaban por reflejo de viento, clavados en cuerpos atravesados, manchados del rojo más oscuro, ese rojo espeso que ya no parecía sangre, sino aceite vital arrancado a la fuerza. Otros, rotos, desgarrados, colgaban como piel arrancada entre los restos. Se mecían como fantasmas en la bruma densa, teñida de humo, carne quemada y muerte.
Alrededor, el campo era un vertedero de humanidad descompuesta. Tripas abiertas al sol, lenguas colgando fuera de mandíbulas desencajadas, intestinos esparcidos como serpientes palpitantes. Algunos cuerpos eran irreconocibles, amasijos de hueso triturado y carne desgarrada. El aire olía a hierro oxidado, a vísceras calientes, a orina y miedo.
En medio del infierno, una sección de los supervivientes de los flancos —infantería ligera y media— logró, por puro instinto de supervivencia, reorganizarse. Una media luna rota. Lanzas al frente. Espontoneros en la segunda fila. Escudos triangulares alzados, temblorosos, sucios de sangre y desesperación. No había estrategia. Sólo reflejo, miedo y negación.
Entonces, llegó la segunda oleada de los jinetes de Zusian.
Y el mundo volvió a romperse.
El choque fue ensordecedor. Una ola de carne y acero cayendo como un alud sobre una presa frágil.
Espontones bien dirigidos atravesarón varios pechos de caballos entre las placas. El metal entrando con crujidos carnosos, reventandoles las cajas torácicas de los animales con un estallido de hueso astillado, sangre humeante y fluidos internos que salpicaron en todas direcciones. Los caballos chillaron, un sonido abominable, mezcla de dolor, furia y muerte. Varios se alzaron en dos patas, sus entrañas colgando por los costados abiertos, antes de desplomarse como una montaña sangrante sobre su propio jinete.
El guerrero quedó atrapado. El peso del animal le partió la pelvis. Se oyó el chasquido sordo del hueso cediendo, el grito fue puro espanto, un alarido agudo que terminó en gorgoteo cuando la sangre le subió por la garganta. Su torso se arqueaba como queriendo escapar de su propio cuerpo. No duró mucho: uno de sus compañeros, al pasar, lo remató de un mazazo al rostro, talvez por piedad, o para no dejarlo en vergüenza.
Pero la ilusión de victoria duró menos que un parpadeo.
Los demás jinetes no se detuvieron. Rodearon la media luna como lobos sobre un ciervo moribundo. Desde los flancos, los martillos de guerra comenzaron su danza de exterminio. Cada golpe era una sinfonía de hueso partido, carne deshecha y metal hundido.
Uno de los martillos cayó sobre un escudo y lo aplastó junto con el antebrazo del portador. El hombre chilló, pero no vio venir el segundo golpe, que le reventó el esternón y lo dobló sobre sí mismo. Cayó con los órganos asomando por la boca.
Otro soldado intentó repeler la embestida con su lanza, pero el jinete lo golpeo con tal fuerza que lo mando a volar entre las formaciones de sus aliados. El cuerpo se clavó en la pared de espolones como un saco mojado, vibrando unos segundos antes de quedar inmóvil, los ojos desorbitados y la boca abierta en una mueca de muerte súbita.
Un hombre recibió un martillazo directo en el yelmo. La parte superior de su cráneo desapareció.
No fue cortada. Fue pulverizada. El casco cedió como un huevo bajo un mazo, y el contenido salió disparado con un chorro de materia cerebral que voló varios metros. Uno de los fragmentos impactó contra el rostro de un soldado cercano, que cayó vomitando de horror. El cuerpo del primero convulsionó como una marioneta rota antes de desplomarse, con media cara aún sonriente.
El suelo de la vanguardia y de los francos ya no era firme. Era un lodazal rojo.
Un pantano de cuerpos, sangre, heces, barro y fragmentos de armadura. Soldados se resbalaban con los intestinos de sus compañeros. Algunos caían y no volvían a levantarse, sepultados entre cuerpos sin rostro. Otros gateaban con las piernas rotas, chillando nombres de esposas, de madres, de dioses que ya no respondían.
Friedrich, aún en su montura, observaba todo. Con los labios apretados
—¡REFUERZOS A LA LÍNEA CENTRAL! —bramó con una furia que le desgarraba la garganta—. ¡QUE SE MUEVAN LA INFANTERÍA PESADA A LAS BRECHAS, YA!
Las órdenes fueron gritos envueltos en acero. Los hombres comenzaron a moverse. No corrían. Avanzaban con paso pesado, escudos arriba, armas al frente, formando capas compactas de muerte ordenada. La Legión del Cuervo se reagrupaba, líneas maltrechas, pero no vencidas. Ellos conocían la derrota, pero no la rendición.
Pese a la devastación inicial, mantenían la superioridad numérica. Aquello era solo caballería pesada, brutal, monstruosa, pero sin el soporte adecuado. Y Friedrich lo sabía. Por eso rugió con voz rota:
—¡RÁPIDO! ¡INICIEN LA GARDA DE CADENAS, YA!
La Garda de Cadenas no era una simple formación. Era una formacion de muro de carne y acero, entrelazado con una disciplina férrea. Las escuadras de infantería media se entrelazaban en líneas alternas, sujetando entre sí como si tuvieran cadenas unidas a escudos. Estas "cadenas" servían para frenar a los caballos, para atrapar sus patas, para tirar a los jinetes al barro. Las filas posteriores, de infantería pesada, empujaban con sus hachas de petos y escudos gruesos que formaban un parapeto impenetrable. Desde los flancos, los ballesteros apuntaban con precisión mortal, sus virotes buscando ojos, axilas y gargantas.
Una muralla viva. Una trampa de dientes y rabia.
Los soldados se movían con furia, con orden. Los oficiales aullaban, los tambores retumbaban. El polvo del suelo, mezclado con la sangre evaporada, formaba una neblina espesa que comenzaba a ocultar el cielo. El olor a hierro, carne quemada y orina era tan fuerte que muchos vomitaban sin parar, mientras seguían luchando.
—¡ARQUEROS, CAMBIEN A FORMACIÓN DE MEDIA LUNA! —gritó un oficial—. ¡FUEGO ESCALONADO, A DISCRECION!
Los ballesteros comenzaban a reagruparse, ocupando los espacios entre colinas bajas y restos de formaciones colapsadas. Clavaban sus escudos al suelo, se alineaban por tríos, y preparaban el primer disparo. Virotes pesados, silbando en el aire, comenzaron a caer como una lluvia silenciosa sobre la retaguardia zusiana.
Y entonces, por un instante que pareció robar el aliento a todo el campo, la línea contuvo. Fue como si el mundo se detuviera para respirar entre sangre y acero.
Los jinetes zusianos, tras la brutal carga inicial, comenzaban a perder impulso. No porque cedieran, sino porque el suelo bajo ellos se volvía una trampa: un mar de barro, de cuerpos, ademas las "cadenas" atrapaban a los jientes y sus monturas, masacrandoloso.
Un jinete, corpulento y cubierto de acero negro ribeteado en carmesí, emergió del caos como un dios menor de la guerra. Su mandoble, una hoja tan larga como un hombre, brilló un instante bajo el sol ennegrecido por el humo antes de alzarse con intención asesina. Empezo a cotar en dos a varios soldados cuando una lanza bien dirigida le atravesó el visor de lado a lado con un chasquido húmedo y espantoso.
El acero de la punta emergió por la base de su nuca, cruzando su cráneo con una violencia quirúrgica. La sangre brotó en un chorro espeso, oscuro y caliente, salpicando los rostros y torsos de los soldados cercanos. El jinete no gritó, apenas alcanzó a emitir un ruido gutural, seco, como un ronquido agónico. Su mandíbula colgó floja. Su lengua se agitó como una serpiente envenenada antes de quedar inmóvil. Su caballo, herido y desbocado, lo arrastró por la tierra entre charcos de sangre y fragmentos humanos, reventando su cuerpo contra piedras, raíces y restos de otros soldados.
Y entonces, como una sombra organizada, como la manifestación de una amenaza ancestral que se rehúsa a morir, la vanguardia de la Legión del Cuervo emergió de las ruinas del frente. Entre cadáveres y humo, avanzaban como si la destrucción misma les diese forma. Se organizaban con una precisión tan escalofriante que parecía antinatural.
Los escudos pavés, altos como un hombre y gruesos como una lápida, se juntaron con precisión, encajando entre sí como los dientes de una trampa colosal. Cada uno se anclaba al del compañero con un solo movimiento fluido, cubriendo a los hombres tras ellos mientras las filas se cerraban como una boca de acero. Detrás, las alabardas negras se alzaron como ramas retorcidas de un bosque de muerte.
Y descendieron.
No con furia, sino con fría determinación. Con ritmo. Con propósito.
Los filos impactaban con fuerza brutal, abriendo cráneos como si fueran nueces podridas. Clavículas se partían con un chasquido seco; las alabardas cercenaban piernas y brazos con precisión quirúrgica. Algunos jinetes, atrapados en la marea de acero, eran derribados de sus monturas y luego acribillados por diez hojas al mismo tiempo. Uno intentó levantarse, pero su cabeza fue partida en dos de arriba abajo, y la hoja quedó atascada unos segundos en su esternón, antes de ser retirada con un tirón que arrancó también parte del pulmón.
Los legionarios del cuervo avanzaban. Inexorables. Incansables. Cada paso era idéntico al anterior. Cada formación se cerraba como los engranajes de una máquina infernal. Caía uno, y el siguiente ocupaba su lugar sin mirar atrás, sin vacilar, sin emoción. Había una belleza enferma en su movimiento. Un orden perfecto en el centro del caos absoluto. Eran como una enfermedad que marchaba. Una maquinaria de aniquilación que no conocía piedad ni tregua.
El flanco izquierdo, que minutos atrás había tambaleado entre el pánico y la dispersión, comenzó a solidificarse. No por milagro, sino por diciplina de hierro. Las tropas de infantería media, reorganizadas bajo un mando firme, comenzaron a plantar cara. A resistir.
Con espontones firmemente dirigidos, apuntaban a vientres equinos, a huecos entre las articulaciones de las bardas, o cuellos desprotegidos. Y funcionaba.
Un caballo reventó por el estómago, abriendo una cascada caliente de vísceras y orina. El jinete cayó de espaldas, gritando, solo para ser atravesado por tres lanzas que entraron por su espalda y salieron por su abdomen, dejando hilos de intestino colgando de los hierros como serpientes brillantes.
Los hombres de los Batallones de Plata caían, sí. Uno tras otro. Algunos quedaban abiertos del ombligo al cuello, otros eran decapitados con golpes limpios, pero cada caída se llevaba consigo a un enemigo. Era un equilibrio macabro. Donde antes reinaba el pánico absoluto, ahora había otra cosa: voluntad. Fría. Calculada. Dura como la piedra.
Los oficiales gritaban órdenes por encima del estruendo de guerra, y los hombres respondían con exactitud. No había emoción. Había obediencia. Había convicción en los movimientos, una coordinación nacida del dolor de mil campañas anteriores. No era furia lo que los movía. Era disciplina endurecida en las mil campañas anteriores.
Friedrich seguía al frente, mirando la masacre desde su montura. A su lado, Wilhelm al fin entraba en escena como un titán recién despertado del letargo.
—¡SEGUNDA LÍNEA, ADELANTE! —rugió con una voz profunda como un tambor de guerra—. ¡QUE LAS ESCUADRAS DE INFANTERIA PESADA TOMEN POSICIÓN EN LA RETAGUARDIA, Y QUE LAS TROPAS DE LARGA DISTANCIA REFUERCEN AL FLANCO DERECHO!
Sus órdenes eran látigos invisibles que sacudían al ejército, haciéndolo moverse con eficiencia letal. La infantería pesada que aún estaba en reserva comenzó a avanzar, lenta pero decidida, sus armaduras brillando bajo el sol manchado por el humo. Sus pesadas hachas de petos y escudos largo al frente.
—¡QUE CADA LÍNEA DISPIRE CUANDO LA ANTERIOR RECARGUE! —ordenó Friedrich desde su caballo, señalando a los arqueros.
Y entonces la verdadera coreografía de la muerte comenzó.
Los arqueros, ya reagrupados en formaciones semicirculares protegidas por tropas ligeras, desataron una lluvia de proyectiles que oscureció momentáneamente el cielo. Flechas negras como cuervos volaron en oleadas, silbando como un enjambre de serpientes hambrientas. El sonido era agudo, penetrante, como una sinfonía de cuchillas voladoras. Al descender, el impacto fue inmediato, salvaje. No fue una simple andanada. Fue una ejecución aérea.
Los jinetes zusianos, aún cargando, fueron alcanzados en pleno galope. Algunas flechas se hundieron en las uniones de sus armaduras, atravesando gargantas, cuencas oculares, costados vulnerables. Una entró por el ojo de un jinete y salió por la parte trasera de su casco, arrastrando consigo un hilo brillante de sesos. Cayó de su montura sin emitir un solo ruido, con el cuello colgando como un saco vacío.
Los corceles, tan acorazados como sus jinetes, también sufrían. Muchos colapsaban con gritos inhumanos, aullando con la garganta perforada, pataleando en el barro mientras espasmos violentos les sacudían las entrañas. Algunos eran atravesados por más de una docena de flechas, transformados en erizos sangrantes.
Los legionarios del cuervo, agazapados tras las filas delanteras, surgían como cuchillas ocultas entre la bruma. Algunos remataban a los jinetes caídos antes de que pudieran levantarse. Dejando las entrañas colgando como guirnaldas sangrientas entre el barro.
Y aun así, los zusianos no retrocedían.
No conocían el miedo. No contemplaban la retirada como una opción siquiera conceptual. Eran soldados entrenados en el culto a la muerte, forjados para convertir el dolor en combustible. Cuando eran heridos, rugían y atacaban con más furia, como si cada gota de sangre derramada encendiera un nuevo fuego dentro de ellos.
Uno recibió una lanza en el abdomen, y en lugar de caer, la partió con los dientes, escupiendo sangre mientras hundía su espada en el cuello de su agresor. Otro, con una flecha clavada profundamente en la garganta, aún se arrojó sobre tres soldados, aplastando a uno con su cuerpo mientras degollaba a un segundo. Morían de pie. Siempre de pie. Siempre mirando al frente. Algunos ni siquiera sabían que ya estaban muertos: seguían moviéndose por puro odio.
Un destacamento de jinetes consiguió abrirse paso hasta una unidad de infantería pesada posicionada en la segunda línea thaekariana. Fue una embestida breve, repentina, devastadora.
Uno de los jinetes zusianos, un coloso con un martillo de guerra del tamaño de un hombre, se lanzó con fuerza de vendaval. El primer golpe no partió un escudo: lo atravesó, reventando el brazo del portador y hundiéndose hasta el estómago. El segundo impacto barrió a tres hombres de un solo arco, rompiéndoles el cráneo, arrancándoles medias caras y torsos, como si fueran de barro seco.
El martillo dejó una estela de hueso y sangre tan espesa que los soldados cercanos resbalaron en los restos. Las entrañas de un hombre se enredaron en las piernas del siguiente, haciéndolo caer para ser aplastado por el casco de un caballo que no frenó.
El suelo ya no era suelo.
Era una tumba abierta. Era carne despedazada, barro espeso teñido de rojo, vapor saliendo de las heridas de la tierra misma. Era bilis derramada, sangre acumulada en charcos densos, armaduras retorcidas como hojalata yaciendo sobre miembros mutilados. Era una sinfonía grotesca de huesos rotos, armas deformadas, gritos de hombres que ya no eran hombres sino fragmentos. Cada metro ganado no se contaba en pasos, sino en cadáveres. Cada línea mantenida significaba sacrificar columnas enteras. Las órdenes se gritaban a través del rugido incesante del combate, pero solo eran obedecidas por quienes aún no habían perdido la voz… o la garganta.
Y sin embargo, la línea no cedía.
Algunos llevaban varias heridas abiertas, cortes profundos en el rostro, tajos que les colgaban el brazo por tendones ya estirados al límite. Aún así, no caían. Se mantenían firmes. Rugían entre dientes rotos, con las bocas llenas de sangre y saliva espesa. Algunos ya no veían por uno o ambos ojos, cubiertos por vendas improvisadas o directamnet sin ellas. Seguían golpeando. Seguían matando.
Los martillos cubiertos de sangre negra y coágulos endurecidos, rompían cráneos como si aplastaran frutas podridas. El estallido era seco, hueco, y el líquido que salía no parecía humano: era una mezcla espesa de sangre, masa encefálica y fragmentos óseos que salpicaba a todos los que estaban cerca. La carne se desgarraba con cuchillas melladas, que no cortaban limpiamente, sino que arrancaban trozos como si se tratara de animales sacrificados.
El acero ya no brillaba. No había reflejo, no había luz. Solo herrumbre, sangre seca, trozos de cuero, cabellos pegados, fragmentos de hueso incrustados como astillas grotescas en las ranuras de las armas. Un mandoble reventó una tráquea; el hombre se ahogó en su propia sangre, tratando de gritar con un agujero en la garganta, mientras sus manos temblaban como insectos desangrados. A su lado, un soldado con el antebrazo colgando por un hilo de carne seguía peleando, usando su escudo como cuchilla improvisada, clavándolo en la cara de un enemigo que rugia mientras su nariz y labios eran arrancados de cuajo.
Cada paso se daba sobre un lecho de restos humanos. Las botas chapoteaban en sangre hasta los tobillos. Había órganos dispersos como fruta podrida caída de un árbol muerto: un corazón aún latiendo, una mano crispada, una mandíbula con la lengua colgando a medio camino. El barro ya no era tierra: era médula y ceniza, bilis y excremento. El hedor era insoportable, una mezcla de carne quemada, orina caliente, tripas abiertas al sol y pólvora reseca.
Entonces, un cuerno sonó.
No fue un simple toque de retirada. Fue una orden tajante, como si mil gigantes exhalaran a través de un solo cuerno infernal. Los jinetes zusianos, ensangrentados y aún llenos de furia, comenzaron a retirarse, no en desorden ni en derrota, sino con precisión. Como un puño que se cierra para golpear con más fuerza después. Aun en retirada, cortaban gargantas con sus espadas al pasar, se llevaban consigo a los rezagados, degollaban heridos y despedazaban cualquier muro de infanteria que intentaron detenerlos antes de desaparecer tras la niebla de polvo y pólvora. Su salida fue como un respiro... que dolía.
Wilhelm no perdió tiempo. Su mirada era la de un cirujano cruel, y sus órdenes llovieron como martillos.
—¡Reformen los flancos! ¡Cambien las lineas! ¡Infantería media al centro, pesados al frente, arqueros detrás! ¡Reservas a los francos y en la vanguardia, ya!
Friedrich también se movía como si cada paso tuviera clavos, pero con una determinación sólida.
—¡Formación de Vanguardia Cambiante! —rugió—. ¡Desplieguen los extremos y amplíen espacio entre columnas! ¡Nos dispersamos, pero seguimos unidos! ¡QUIERO CADA FLANCO RESISTIENDO COMO SI ESTUVIERA SOLO!
La Vanguardia Cambiante era una formación defensiva móvil, diseñada para resistir el bombardeo, normalmente de catapultas y balistas, pero en ese caso talvez serviría, mientras mantenía capacidad de maniobra. Las unidades se replegaban en zigzag, dejando huecos estratégicos para que los proyectiles no cayeran en masas compactas, a la vez que mantenían líneas de defensa cruzada. Escudos se alzaban como tejados de hierro, formaciones de cuña se abrían como pétalos para absorber el impacto de las cargas, y los ballesteros comenzaban a girar en formaciones alternas, listos para responder con fuego de respuesta.
Pero no había tiempo para más.
El rugido infernal volvió a desgarrar el cielo. Un bramido que no parecía terrenal sino algo antiguo, enfurecido, hambriento de vidas. Las nubes temblaron como si intentaran huir. Y entonces descendieron.
Nuevos proyectiles titánicos, como paridos por el odio de un dios moribundo, cayeron con una violencia tan absoluta que el aire mismo gritó. Cada impacto no mataba: despedazaba. No hería: convertía hueso, sangre y acero en una bruma rojiza que flotaba por segundos antes de llover sobre los vivos como una llovizna de muerte.
Uno estalló en medio de una formación compacta de los legionarios del cuervo, y durante un breve segundo, fue como si el centro de la unidad simplemente dejara de existir. En su lugar, un cráter humeante devoró a mas de cincuenta hombres. El estallido arrancó piernas de cuajo, arrojó torsos por los aires como muñecos destrozados. Varios cuerpos volaron más de diez metros antes de impactar contra rocas, árboles o compañeros, esparciendo vísceras como flores enfermas.
La onda expansiva era un látigo invisible: quebraba costillas, hacía explotar órganos por pura presión. Un hombre aterrizó con el cuello doblado hacia atrás, el cráneo reventado como una calabaza podrida. Tripas se desenrollaban entre los escombros, enredándose con piernas amputadas, estandartes ardiendo, armaduras que aún chisporroteaban con carne derretida adherida a sus placas.
Friedrich, montado aún entre la carnicería, vio cómo la tierra, el metal y la sangre volaban por todos lados. Sabía que era el momento. No había estrategia que resistiera ese tipo de destrucción. Sólo adaptación.
—¡DISPERSIÓN AHORA! ¡YA! —rugió con una fuerza que no parecía humana.
Y como si el campo mismo obedeciera, las tropas comenzaron a abrirse. Las líneas antes rígidas y perfectas se quebraron sin perder control. Las unidades se fragmentaron en grupos pequeños, móviles, veloces. Vacíos calculados surgieron en la formación, como huecos en una red que respiraba. El movimiento era preciso, instintivo, como si cada hombre hubiera nacido para ese momento. Como si hubieran entrenado toda una vida para esquivar la muerte que caía del cielo.
La artillería seguía cayendo, pero ahora golpeaba más tierra que carne. Explosiones enviaban piedras a la altura de un hombre, pero las víctimas eran menos. Era mejor perder el suelo que perder la guerra.
La tregua, si acaso se le podía llamar así, duró segundos.
Porque lo que siguió fue peor. No fuego… sino sombras.
El cielo, ya ennegrecido por el humo y la ceniza, se volvió aún más oscuro. Como si el mismo sol hubiera sido negado.
Y luego, llegó el sonido: un susurro que creció hasta volverse un aullido agudo, punzante. La muerte descendía de nuevo, esta vez en forma de millones de proyectiles.
Una nube viva, un enjambre de muerte.
Las primeras filas miraron al cielo y vieron cómo los puntos negros crecían… y luego descendían como una tormenta. No estaban solos: les siguieron virotes pesados, jabalinas de hierro, e incluso vasijas de barro grueso que al estrellarse liberaban aceite hirviente, que ardía al contacto con el aire por un mecha interior.
Una lluvia del mismísimo infierno.
El zumbido era ensordecedor, como el siseo de miles de insectos gigantes cruzando el firmamento, mezclado con el quejido del viento colándose entre cuencas rotas y costillas expuestas.
Luego vino el estruendo.
Flechas atravesaban gargantas, ojos, axilas, entrepiernas. Algunos hombres murieron de inmediato, sus cuerpos clavados al suelo con tanta fuerza que las extremidades temblaban espasmódicamente antes de quedar quietas. Otros no murieron al instante.
Hombres morian con frechas en sus craneos, ojos, gargantas, los que tenian suerte de no morir en el impacto, tenian proyectiles en las mejillas y/u otras atravesándoles los guanteletes. Muchos grupos intentaron juntarse para formar un muro de escudos, pero muchos de estos grupos eran envueltos en llamas cuando alguna de las vasijas impactaban con sus escudos siendo quemados vivos. Sus aullidos duraron segundos que parecieron horas. Luego solo hubo humo, huesos, y trozos carbonizados.
Varias reservas intentaron relevar las lineas fracturas, pero antes de empezar a formar, muchos empezaron a ser alcanzados por la lluvia interminable de virotes pesados que les atravesaron las armaduras con tal violencia que los cuerpos y las placas quedaban unidas.
Algunos soldados murieron sin siquiera saberlo. Se desplomaban con los ojos abiertos, la sangre saliendo en borbotones por la boca, el cuello, la ingle. Un oficial levantó su brazo para dar una orden, y una flecha le atravesó de lado a lado el craneo.
Y entonces, otro cuerno.
Más profundo. Más salvaje.
Desde el horizonte, envueltos en la bruma de ceniza, sudor, humo y sangre aún caliente, las verdaderas legiones zusianas emergieron como una marea negra y carmesí. No eran simples destacamentos de vanguardia, ni oleadas de acoso. No. Eran legiones completas, estructuradas, disciplinadas, monstruosas en número y en presencia. Un océano de acero ennegrecido por el hollín de la guerra, y de ojos helados bajo yelmos cerrados.
En la vanguardia avanzaba la infantería pesada: el núcleo más denso y brutal del ejército zusiano. Parecían no marchar, sino aplastar la tierra bajo sus pasos perfectamente sincronizados. Cada soldado, protegido por armadura completa de placas oscuras ribeteadas en rojo, sostenía un escudo torre tan alto como él mismo, y en la otra mano, una alabarda maciza de filo cruel, con un filo que prometia desgarrar carne y romper huesos al contacto. Marchaban golpeando rítmicamente sus armas contra sus escudos, como si anunciaran la llegada de un juicio, no de una carga.
Sus estandartes ondeaban detrás como llamas invertidas: fondo negro, un lobo dorado con fauces abiertas y ojos rojos, detalles escarlatas que parecían sangre fresca aún escurriendo del emblema. Cuando los proyectiles de los Batallones de Plata comenzaron a caer sobre ellos —oleadas de flechas, virotes y jabalinas— los zusianos no se detuvieron. Levantaron sus escudos y formaron una muralla de acero que repelía los impactos con una sincronía casi inhumana. El sonido de las flechas rebotando en sus escudos de acero era como una tormenta golpeando una ciudad de hierro: estruendoso, imparable, inútil.
En los flancos, la infantería media zusiana desplegaba su avance con precisión quirúrgica. Portaban hachas de peto tan grandes como un torso humano, escudos cometa barnizados de negro. Entonces sus formaciones se abrían como abanicos, giraban sobre su eje, y comenzaban a dividirse en múltiples escuadrones móviles, cada uno de ellos adoptando la forma letal de una cuña: formaciones de penetración, afiladas como cuchillas vivientes. Eran como dientes de una boca que se cerraba lenta y metódicamente sobre las líneas thaekianas.
Friedrich, desde su montura, apretó la mandíbula hasta que los dientes le crujieron. Vio cómo esas cuñas se desplegaban como una danza fúnebre.
—¡Reformen las líneas! —rugió con una voz que cortó el aire como un hacha—. ¡Volvamos a ser uno! ¡Cierren cuarquier brecha!
Wilhelm, que ya había empezado la agrupacion de sus fuerzas en la retaguardia, giró su rostro tenso. Sus ojos eran cuchillas de hielo.
—¡Caballería, prepárense! —gritó mientras los cuernos sonaban a su alrededor—. ¡Ligera, listas para hostigamiento! ¡Media, intercepten las cargas enemigas! ¡Pesada, conmigo! ¡Vamos a partir sus formaciones!
El eco de sus órdenes se fundió con el estruendo de los pasos de la infantería zusiana que ya se abalanzaba como un martillo inmenso contra el yunque de la defensa thaekiana.
La vanguardia de la Legión del Cuervo fue la primera en recibir el impacto.
No vacilaron. No gritaron. No huyeron. Eran una muralla oscura de acero, sangre seca y ojos vacíos. Cada uno sabía que su propósito no era sobrevivir, sino resistir hasta morir de pie. Y resistieron.
Cuando las múltiples cuñas de la infantería pesada zusiana se estrellaron contra ellos, el mundo pareció partirse. El sonido no fue solo el de metal contra metal: fue un estruendo abismal, como si el mismo infierno hubiera abierto sus fauces. Cráneos se fracturaron bajo la presión brutal de cientos de cuerpos contra otros cientos de miles. Las puntas de las alabardas se incrustaron en carne, costillas se astillaron como madera podrida. El aire se llenó de los gritos ahogados de los moribundos y el hedor del hierro, la sangre y la bilis.
Los escudos de torre y los pavés estallaban en astillas bajo los impactos, las hojas de las alabardas se doblaban tras partir vértebras, los yelmos eran arrancados junto con los cueros cabelludos. Las alabardas zusianas, pesadas y crueles, se incrustaban en las placas de los pechos enemigos, a menudo atravesándolos de lado a lado, dejando jirones de carne colgando del filo. Varias lineas de los legionarios del cuervo eran lanzados por los aires, empalados a medio vuelo por armas amigas, con gritos agónicos que se apagaban al estrellarse contra el suelo.
Pero los legionarios del cuervo no retrocedían. Cuando uno caía con el cráneo aplastado, otro avanzaba sin dudar, pisando los sesos de su camarada. Cuando una alabarda traspasaba un abdomen, el herido aún se aferraba al asta y arrastraba al enemigo consigo, gruñendo sangre por la boca hasta morir. Si una línea se abría, dos filas más se deslizaban hacia adelante, como una serpiente negra que jamás dejaba de avanzar.
No rugían. No hablaban. Solo golpeaban. Las alabardas negras partían mandíbulas, clavaban sus filos en entrepiernas y se giraban allí, desgarrando intestinos. Uno fue atravesado por el costado, pero antes de desplomarse, arrancó el brazo armado de su asesino con un tajo descendente y moribundo. Otro perdió la mitad del rostro de un hachazo, su mandíbula colgando como carne cocida, pero aún se abalanzó sobre su atacante y le hundió los dientes en la yugular antes de desvanecerse.
En los flancos, la infantería pesada de los Batallones de Plata resistía como podía. Los zusianos atacaban como una oleada incansable de acero y carne: hachas descendían sin pausa, triturando hombros, cercenando piernas, partiendo escudos. Pero los escudos cometa thaekianos no cedieron tan facil. Cuando uno era partido, el soldado usaba el metal roto como cuchilla, apuñalando ojos, degollando gargantas.
El flanco izquierdo temblaba, al borde del colapso. Los cadáveres formaban colinas sangrientas bajo las botas. Las órdenes de los capitanes eran gritos desesperados, voces rotas que se imponían sobre el caos: rotación cada treinta segundos. Sangraban, vomitaban, gritaban… pero obedecían. Mientras los primeros se desangraban de pie, los segundos avanzaban entre los cuerpos, cubiertos de vísceras y barro. Cuando las líneas se doblaban, los ballesteros corrían al frente y disparaban a quemarropa, sus virotes atravesando cráneos, clavando enemigos al suelo como insectos. No había espacio para el pánico. Solo obediencia. Solo voluntad.
Un infante pesado zusiano logró abrir una brecha en la vanguardia. Varios hombres entraron por ella. Uno decapitó a un sargento con su alabarda, otro arrancó las piernas de los que estabna en vanguardia con violento arco de su alabarda y otros empezaron a abrir mas la brecha. Pero antes de empezar a avanzar mas profundo, fueron alcanzados por varias columnas de legionarios del Cuervo. Uno de los legionarios del cuervo metió su hoja entre las placas de uno y la giró hasta que el esternón se quebró como un plato de cerámica. Otro hundió su alabarda en la boca de otro, que intentó rugit, pero solo logró escupir su lengua cortada. Pero los zusinaos contratacaron con rabia, empezando un verdadero baño de sangre en una de las muchas brechas en la vanguardia.
El campo se volvió un infierno. Tripas colgaban de alabardas y hachas de petos. Cráneos partidos dejaban ver cerebros palpitantes. Rodillas destrozadas hacían que los hombres se arrastraran como animales moribundos, pidiendo a gritos una muerte rápida. Algunos la recibían. Otros, no.
Era una danza de muerte, sucia, desordenada, cruel. Una sinfonía de huesos rotos, de fluidos calientes, de espasmos finales. La tierra temblaba. El barro era rojo. Las nubes negras ocultaban al sol. Y aún así, la línea no cedía. Solo moría. Lentamente. Brutalmente. Con los dientes apretados. Con las manos firmes. Como una muralla de carne y odio. Como una maldición que se negaba a caer.
Un joven teniente thaekiano, con la mandíbula colgando por un tajo mal cerrado, la pierna destrozada por una maza, se arrastraba entre lodo y vísceras, usando su espada como muleta. Gritó con una voz gangosa pero firme, que se alzó entre los bramidos del combate:
—¡Cierren filas, carajo! ¡Si caemos, que nos lleven sobre sus cadáveres!
Y los hombres lo obedecieron. No por esperanza. No por gloria. Porque era eso o la muerte. Era eso o ser reducidos a carne triturada. Se cerraron las filas como una mandíbula. Escudos golpeando escudos. Hachas de peto buscando espacio para matar, no para sobrevivir. Era una danza de acero y resistencia. Pero no por nada zusiano era zusiano.
Las líneas comenzaban a ceder.
No de golpe. No como un muro roto. Sino como una presa que empieza a agrietarse bajo la presión de un océano salvaje. En la vanguardia, los legionarios del Cuervo empezaban a ser empujados centímetro a centímetro. Sus escudos pavés, embadurnados de sangre, y con la viscosidad del infierno. Las brechas, al principio tan pequeñas como un cuerpo, se ampliaban. Se tragaban escuadras enteras. Las alabardas se entrelazaban como bestias furiosas, acero contra acero, cráneos aplastados, brazos cercenados, torsos abiertos en canal por filos tan viejos como el odio mismo. La presión zusiana era una máquina que no soltaba una presa sin arrancar carne.
A los lados, en los flancos, la situación no era mejor. El choque de hacha contra hacha, los escudos retumbando como truenos bajo un cielo que no miraba, las órdenes gritadas, las súplicas, las gargantas perforadas por flechas. Algunos arqueros thaekianos disparaban a ciegas, con los ojos enrojecidos por el polvo y la sangre. Las ballestas se recargaban con manos ensangrentadas, algunas ya sin dedos completos. Los proyectiles no respetaban bandos. Una flecha enemiga reventó el ojo de un veterano y salió por su nuca; un virote propio se clavó por error en la espalda de un capitán.
Friedrich alzó el brazo para emitir una orden, la garganta reseca, los ojos fijos en la línea que comenzaba a temblar. Wilhelm, más atrás, estaba por comandar a toda la caballería para lanzar un contraataque que aliviara presión en los tres frentes. Pero no hubo tiempo, porque, desde más allá del humo y los estandartes desgarrados, dos torbellinos escarlatas se precipitaron sobre el campo como una pesadilla.
No eran divisiones comunes. No eran la caballería regular zusiana.
Eran tormentas de carne y acero. Dos escuadrones de élite zusianos, cinco mil jinetes cada uno, avanzando en líneas perfectas, pero con una furia que helaba la sangre y quebraba el espíritu. Armaduras negras que absorbían la luz como pozos sin fondo, yelmos cerrados sin rostro, como verdugos de otro mundo. En sus manos, martillos de guerra de dos manos que parecían forjados con odio puro, y sus enormes caballos de guerra, cubiertos con bardas negras de acero pesado, adornadas con púas y motivos en obsidiana casi púrpura, parecían criaturas sacadas de una leyenda infernal.
El primero de los grupos en cargar se abrió paso con la fuerza de una avalancha desatada. Cada jinete era una montaña en movimiento, cada martillazo era como un trueno. Golpeaban como si quisieran borrar la existencia de sus enemigos. Un solo golpe bastaba para romper escudos, aplastar torsos, arrancar miembros. No golpeaban para matar. Golpeaban para borrar. Para deshacer. Para convertir carne y hueso en lodo.
Torsos eran lanzados al aire como trapos ensangrentados. Hombres volaban en pedazos. Algunos eran alcanzados de lado, y sus cuerpos se partían por la mitad como frutas maduras, con vísceras colgando, intestinos arrastrándose por el suelo entre los cascos de las bestias. Las patas de los caballos trituraban cráneos con el mismo sonido que hace la madera seca al romperse: seco, abrupto, final. Los que no morían por el impacto del martillo, eran reducidos a pulpa bajo el peso de las monturas, convertidos en manchas informes entre el barro y la sangre.
Al frente, liderando el escuadrón, cabalgaba un monstruo. No un hombre. Un engendro hecho de sombra, acero y furia. Parecía forjado en una fragua de pesadillas, blandía una alabarda tan larga como una lanza hueca, su hoja curvada como el diente de un gigante, dentada, vibrante, sedienta.
Y con ella, abría la línea como un demonio. Cortaba brazos, piernas, cabezas, torsos completos con una elegancia casi insultante. No había brutalidad en sus gestos, solo precisión. Cada giro era una danza de sangre. El filo de su arma giraba como un remolino carmesí, dejando tras de sí columnas de sangre que llovían sobre los legionarios del Cuervo como una bendición infernal. Tres columnas intentaron detenerlo con una formacion de escudos y alabardas negras. Pero la alabarda de ese mosntruo no se detuvo: algunos los partió en tres, a otros diagonalmente, dejando la parte superior de sus cuerpos resbalando con chorros tibios de órganos que se derramaron sobre sus propios pies.
La filas laterares intentaron cerrarle el paso con varios muros, pero el jinete solo giró su arma y partio los muros que intentaron detenerlo de un tajo, mientras las patas del corcel aplastaba los cadaveres como cráneo como frutas podridas. Nadie podía acercársele. Nadie sobrevivía ante ese mosntruo.
Las línea de los legionarios del Cuervo se doblaron con una facilidad insultante, esos jinetes empezaron a expandir sus brechas para que sus aliados las mantuvieran, los legionarios del cuervo retrocedían con disciplina para cerrar filas pero los legionarios de hierro se lo impedian.
El segundo escuadrón era peor. Mucho peor.
Si el primero era precisión letal, una danza afilada y quirúrgica de acero, el segundo era fuerza bruta en su forma más desnuda y salvaje. No había táctica. No había elegancia. Solo aniquilación.
Eran la encarnación misma de la devastación.
Jinetes enormes, de torsos amplios y brazos tan gruesos como troncos de encina, montaban criaturas que ya no podían llamarse caballos: bestias que no relinchaban, sino que bufaban como bestias infernales, expulsando vapor por las narices. Sus ojos eran rojos. Sus crines, rojas como llamas, chorreaban sangre enemiga a cada galope. El suelo temblaba bajo sus patas, y allí donde pasaban, la tierra se hundia.
Sus jinetes blandían martillos de guerra del tamaño de yunques, de mangos de acero que doblaban por su propio peso. Cada golpe no mataba: desintegraba. Los impactos no dejaban cuerpos. Dejaban manchas. Nubes rojas de sangre caliente. Fragmentos de cráneo volaban como piedras. Costillas salían disparadas como lanzas improvisadas. Un solo jinete arremetió contra un escuadrón entero de legionarios del Cuervo y los esparció. Literalmente. Varios salieron volando almenos cinco metros hacia atrás, sin cabezas y sin torsos. Otros fueron partidos en dos por la cintura, sus intestinos se desenrollaron como una soga mojada.
Los que no morían por el martillo, eran aplastados por las bestias. Una de ellas pisó a un legionario del cuervo y lo hundió en el lodo hasta que solo su brazo quedó sobresaliendo, temblando como si rogara ayuda que nunca llegaría. Otra embistió una línea de alabardas, reventando las puntas, y arrastró con ella a seis hombres que quedaron atrapados en las bardas, ensartados como muñecos de trapo.
Al frente de esa tormenta de destrucción, iba un titán, un verdadero gigante. Un monstruo. Un coloso de más de dos metros y medio de altura, cubierto con una armadura de placas negras, marcada con cicatrices de antiguas guerras, y un yelmo cerrado coronado con un penacho carmesí que ondeaba como una llama sangrienta.
Su montura era aún más infernal: una bestia de crines rojas como fuego líquido, ojos negros y una mandíbula plagada de colmillos metálicos. Su aliento era vapor y muerte.
El coloso no hablaba. Rugía. Gritos cavernosos, guturales, que no parecían humanos. Sus órdenes eran eficaces ampliando aun mas su brecha.
Su martillo era tan grande que incluso él, con sus proporciones imposibles, necesitaba ambas manos para levantarlo. Pero una vez en el aire, nada lo detenía. Golpeó una formación entera de los Cuervos y la deshizo como si fuera un castillo de arena. La primera línea simplemente desapareció. Partidos, reventados, arrojados como muñecos de trapo. Algunos ni siquiera murieron de inmediato: quedaron allí, retorciéndose, sin piernas, con la espina dorsal al descubierto, con los intestinos abiertos como bolsas rotas. Uno se arrastraba con un solo brazo, huyendo inutilmente hasta que el coloso lo aplastó con un simple paso.
Otro legionario, desesperado, se arrojó contra él, clavándole una lanza en el costado. El coloso ni se inmutó. Le arrancó el brazo con una mano, lo alzó por el muñón, y lo golpeó contra el suelo como si fuera un saco de carne, una, dos, tres veces, hasta que quedó irreconocible, solo una masa de carne destrozada sin forma ni alma.
Ambos escuadrones estaban penetrando la vanguardia como cuchillos calientes en manteca. Las filas de los legionarios de los cuervos ya no era una línea: era un charco. Un campo de cuerpos rotos, de cráneos abiertos, de sangre coagulándose en charcos oscuros. Era una carnicería. Un insulto. Una masacre.
Los legionarios eran empujados, reventados, aniquilados con tal facilidad que los jinetes apenas se esforzaban. Había piernas caminando solas unos pasos más antes de caer. Tripas colgaban de las alabardas de sus aliados. Ojos que miraban desde el suelo. Había torsos que aún temblaban sin cabeza, como si no entendieran que ya estaban muertos.
Friedrich tragó saliva. Por un segundo, lo hizo. No por miedo, sino por el reflejo más primitivo del ser humano: el instinto de supervivencia ante lo inevitable. Lo que tenía frente a él no era una carga. Era la muerte cabalgando hacia el.
—¡RESERVAS! —rugió con una voz desgarrada—. ¡TODOS! ¡FORMEN UNA SEGUNDA VANGUARDIA, YA!
Las órdenes se replicaron como truenos entre las filas. Tambores resonaron. Trompetas chirriaron. Las unidades de infantería pesada de elite que aguardaban en la retaguardia comenzaron a correr al frente, golpeando el suelo con su paso de plomo. Cada hombre llevaba una hacha de peto del tamaño de un hombre, escudos gruesos como puertas de templo. Su disciplina era inhumana, su sincronía perfecta. Eran una muralla móvil. Una segunda línea de defensa.
Se formaron en escalones, apretados hombro con hombro, los escudos cubriendo hasta la barbilla, las hachas alzadas hacia el cielo ennegrecido por el humo. El suelo temblaba bajo sus botas, no de miedo, sino del peso puro del acero. Sus ojos no pestañeaban. Sus músculos no temblaban.
Pero no fue suficiente. Ni siquiera ellos podían detener lo que venía.
Ambos grupos de jinetes —el quirúrgico y el colosal— no detuvieron su avance. Galopaban sobre una montaña de cadáveres y fuego, avanzando con una arrogancia sangrienta, habiendo literalmente atravesado una vanguardia de catorce millones hombres sin detenerse. La segunda línea fue recibida con el mismo desprecio brutal con que arrasaron la primera.
Las primeras filas de los nuevos defensores se alzaron… y fueron destrozadas.
Los martillos cayeron como meteoritos. Uno de ellos golpeó una línea entera. No quedaron cuerpos. Solo una nube de sangre y fragmentos, piezas de carne que llovieron sobre sus camaradas como un aguacero de horror. Un escudo fue lanzado con tal fuerza contra el rostro de su portador que le partió la cara en dos, como una sandía rajada. Otro soldado recibió el impacto de lleno en el pecho y explotó, sus costillas saliendo despedidas en abanico ensangrentado.
Una línea de infantes pesados intentó hacer una contracarga. Saltaron, gritaron, juraron por los dioses. No duraron tres segundos. Los soldados que intentaron detener a el comandate con alabarda fueron partidos verticalmente, de cráneo a pelvis, por la alabarda del comandante enemigo. Otro fue desmembrado por completo: un brazo al aire, una pierna bajo el caballo, la cabeza aún pegada al torso, pero colgando por la piel.
Intentaron lanzar jabalinas desde las filas traseras. Las pocas que acertaron no bastaron. Las bestias siguieron avanzando, con las lanzas clavadas hasta el hueso. Una de ellas galopaba con tres puntas de jabalinas en las placas del cuello, su sangre manchando a los jinetes cercanos, pero sin mostrar dolor. Como si estuviera poseída por la misma locura que montaba en su lomo.
La profundidad de la defensa era de más de ocho mil hombres. No importó. Fue papel mojado ante una tormenta. Los martillos rompían huesos por resonancia, incluso sin impacto directo. Las placas de acero se abollaban hacia adentro, enterrándose en los pulmones, desgarrando el hígado, partiendo vértebras sin siquiera penetrar la piel.
La presión era insoportable. La tierra misma se convertía en un enemigo: resbalosa, roja, espesa. Una mezcla irreconocible de barro, sangre y dientes arrancados. Los hombres tropezaban con los cadáveres de sus hermanos. A veces, con sus propias tripas colgando, tratando de volver a la línea. Uno, sin mandíbula, trataba de gritar, con los ojos llenos de lágrimas, mientras sus entrañas se arrastraban por el lodo como serpientes.
Las órdenes se perdieron. Ya nadie sabía quién comandaba. Los estandartes estaban rotos. Las señales ahogadas en el caos. Un oficial fue lanzado al aire por el golpe de una pezuña, su cuerpo se arqueó como un muñeco de trapo, su espada aún brillando antes de desaparecer en el cielo, tragada por el humo. Al caer, impactó contra una estaca propia y quedó clavado como un espantapájaros sin cabeza.
Friedrich observaba, inmóvil, impotente, desde lo alto de la colina del cuartel general. Sus ojos, usualmente tan fríos y medidos como cuchillas de hielo, ardían. No por miedo. No por dolor. Sino por rabia. Una rabia incandescente, tan abrasadora que le carcomía el interior como si le hubieran encendido una fragua bajo la piel.
Aullaba órdenes con una voz rasposa, pero en el fondo, sabía que muchas ya no importaban. El frente ya no era un frente. Era una carnicería ritual. Una pila de cadáveres, un altar de carne sobre el cual la guerra oficiaba su misa.
Y la tormenta, esa tormenta hecha de músculo, acero y voluntad, no había terminado. Apenas comenzaba a alimentarse. No era una ofensiva más. Era personal. Venían por ellos. Por Wilhelm. Por él. Los querían muertos.
Sus Portadores de Muerte intentaron contener el colapso. Cinco mil jinetes de élite, curtidos hasta la médula. Pero incluso esa muralla de carne y acero fue rota. No destrozada… horadada.
Ambos líderes enemigos —el que blandia la alabarda como un relámpago desgarrador, el otro con un martillo de guerra como una montaña ambulante— atravesaron la defensa con una brutalidad casi sobrehumana. Un golpe con la alabarda decapitó a tres de sus hombres de un solo tajo. El filo silbó al cortar el aire, y luego chorreó sangre hasta el mango. Otro de los enemigos aplastó a un Portador con su martillo: la armadura se hundió con un crujido seco, y el torso explotó en una lluvia de hueso y carne pulverizada.
Pero los dos objetivos, los dos corazones del ejército, no se movieron.
No por miedo. No por desconcierto. Sino porque no lo necesitaban.
Cuando el líder de la alabarda alzó su arma para derribar a Wilhelm, fue detenido.
No por una defensa ortodoxa, sino por un contraataque brutal. El enorme martillo de guerra de Wilhelm se alzó en un ángulo imposible, y con la fuerza de un dios furioso, detuvo el impacto con un estruendo que sacudió los cimientos del suelo. El acero vibró. El aire alrededor de ambos pareció implosionar por la fuerza de la colisión.
Y al mismo tiempo, el martillo enemigo descendía sobre Friedrich.
No alcanzó su cráneo. No lo partió.
Porque dos figuras se interpusieron.
Kaspar se adelantó como una sombra corpórea. Su alabarda negra interceptó el martillo descendente. El impacto fue monstruoso. El acero rechinó. Las chispas salieron volando. Pero Kaspar aguantó. Las pezuñas de su caballo se hundieron unos centímetros en la tierra, pero sus ojos no se movieron ni un milímetro de los del enemigo. Su mirada era quirúrgica, inhumana, la de un depredador midiendo a su presa antes de despedazarla.
A su izquierda, Alvar recibió el impacto de un segundo martillazo con su propia arma: una maza de guerra de dos manos, que giró en un semicírculo para desviar el golpe. El sonido fue seco, como una torre derrumbándose sobre otra. Alvar no se movió. Ni siquiera parpadeó. El golpe que podría haber derribado un portón de hierro, apenas le hizo retroceder. Su mandíbula apretada, su mirada serena.
Los cinco colosos quedaron enfrentados.
No había palabras.
No había desafío.
Solo quedaban respiraciones pesadas. Vapor escapando de los visores. Sangre resbalando por las armas. Friedrich al fin reconoció a sus enemigos: Viktor Draculov, la "Sombra Roja", y Vladis Vladimirescu, el "Destructor Escarlata". Sonrió con amarga ironía. Qué honor... ser digno de que Roderic enviara a su espada y martillo para matarlo.
Y detrás, la guerra seguía su curso infernal.