Takeshi Kurogane se detuvo ante la entrada del Templo de la Luz y la Sombra. La niebla lo envolvía todo como un sudario vivo, danzando a su alrededor con lentitud sobrenatural. Era como si el mundo mismo se replegara, como si las montañas dejaran de ser geografía para convertirse en frontera entre lo real y lo intangible.
El templo se alzaba como un vestigio olvidado de otro tiempo: piedra antigua erosionada por siglos de viento y lluvia, cubierta de enredaderas que susurraban con cada brisa. Las raíces del bosque se abrazaban a sus cimientos, como si intentaran sujetarlo a este mundo. Pero Takeshi sabía que lo que había al otro lado de esas puertas era mucho más antiguo que cualquier mapa.
Cada paso que daba hacia la colina lo alejaba del mundo conocido y lo conducía hacia otra dimensión. Una en la que sus propios pensamientos parecían tener eco, y donde el aire olía a incienso y ceniza.
Las puertas de madera del templo, talladas con runas gastadas por el tiempo, se abrieron con un gemido profundo, casi un lamento. Una ráfaga de aire helado le acarició el rostro, y el crujido de las bisagras pareció resonar en lo más hondo de su alma.
Dentro, un pasillo angosto lo recibió, iluminado por antorchas cuyos fuegos vacilaban como si tuvieran miedo. Sus pasos resonaban como si caminara sobre piedra hueca. Las sombras en los muros se retorcían, proyectando figuras imposibles que parecían observarlo desde más allá de las paredes.
Murales cubrían ambos lados del pasillo: visiones de batallas ancestrales, de luz y sombra enfrentadas en ciclos interminables. Guerreros con espadas de fuego, sacerdotisas que lloraban sangre, y criaturas envueltas en máscaras humanas. El templo no contaba su historia con palabras, la filtraba por los ojos y por la piel, como si cada imagen sembrara un recuerdo falso que comenzaba a crecer dentro de quien la miraba.
Takeshi no se detuvo. Las palabras del anciano Tanaka aún resonaban en su mente. Si quería salvar a Ayumi, debía encontrar a Hachiro. El viejo monje era el último guardián de los secretos del linaje Kurogane. La última esperanza.
Tras lo que se sintió como una caminata fuera del tiempo, el pasillo desembocó en una cámara bañada por una tenue luz dorada. En el centro, un hombre anciano aguardaba en silencio. Su túnica blanca caía hasta sus pies descalzos, y su piel estaba surcada por arrugas que hablaban de siglos. Aunque no había ninguna llama visible, la luz parecía emanar de su propio cuerpo.
—Mi nombre es Hachiro —dijo, con una voz que parecía arrastrar hojas secas—. Soy el guardián de este templo.
Takeshi se inclinó con respeto. Hachiro correspondió con una leve inclinación de cabeza.
—Este lugar —continuó— es un umbral. Aquí, la verdad y la ilusión caminan tomadas de la mano. Para avanzar, deberás cruzar el Jardín de las Sombras. Allí verás lo que deseas… y lo que temes. Sólo quien es capaz de distinguir entre lo real y lo falso puede salir con el alma intacta.
Takeshi asintió con decisión.
—Estoy preparado.
El monje alzó una mano arrugada y señaló una puerta oculta entre columnas cubiertas de musgo. La madera estaba tan gastada que parecía formar parte del propio muro.
Takeshi respiró hondo y cruzó el umbral.
El Jardín de las Sombras no era un lugar. Era una experiencia.
El suelo cambiaba con cada paso. A veces era piedra, otras barro, otras hierba seca que crujía como huesos. Los árboles se curvaban en direcciones antinaturales. Algunas ramas parecían manos. Algunas raíces parecían susurrar.
No había sol ni luna, pero la luz oscilaba sin lógica, haciendo que los colores cambiaran a cada segundo. El viento traía voces: risas infantiles, gritos de agonía, rezos en lenguas olvidadas.
Las primeras ilusiones fueron sutiles: una flor de cerezo que caía hacia arriba, una sombra que no tenía dueño, un reflejo que no seguía sus movimientos.
Pero luego, vinieron los recuerdos.
Bajo un ciruelo en flor, vio a su madre esperándolo. Sonreía con la misma calidez que recordaba. La brisa agitaba su kimono y su voz lo envolvía con ternura.
—Takeshi… has crecido tanto…
Avanzó hacia ella, conteniendo la respiración. Estaba tan cerca que podía oler el jazmín en su cabello.
Pero justo antes de tocarla, su imagen se desvaneció como humo, dejando tras de sí un susurro:
—Aún puedes salvarnos...
Takeshi parpadeó. Un nudo se formó en su garganta. Antes de que pudiera recuperarse, otro escenario lo envolvió.
Ahora estaba en su hogar de infancia. El mismo tatami, las mismas paredes. Oyó risas. Ayumi, de niña, corría por el pasillo, y él tras ella. Una escena cálida, real. Por un instante, sintió paz.
Pero el techo crujió. Las paredes comenzaron a agrietarse. El aire se volvió espeso, y la casa empezó a derrumbarse. La luz desapareció. La risa se convirtió en grito. Todo se volvió oscuridad.
Takeshi cayó de rodillas, jadeando. Su pecho latía como un tambor de guerra. Cerró los ojos. Recordó la voz de su padre:
"No creas todo lo que ves. Cree en lo que sientes con el alma."
Respiró. Lentamente.
Se obligó a ponerse de pie.
Ayumi lo necesitaba. Esa era la única verdad.
El camino se volvió más denso, pero Takeshi ya no dudaba. Descifró acertijos tallados en piedra. Ignoró susurros que prometían consuelo. Aceptó sus miedos como parte de sí mismo. A cada paso, sentía que perdía algo… pero también que ganaba claridad.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, emergió del jardín.
Sus ropas estaban cubiertas de polvo. Sus piernas temblaban. Sus ojos ardían por las lágrimas que no había permitido caer. Pero su mirada estaba firme.
Hachiro lo esperaba bajo un arco cubierto de glicinas moradas. El monje sonrió.
—Has cruzado las sombras —dijo—. Y aún conservas la luz.
Takeshi no respondió. Pero dentro de sí, una llama se había encendido. Una chispa forjada en la fragua del dolor y la fe.
—Esta fue solo la primera prueba —advirtió Hachiro—. Pero tu alma ya ha dado el primer paso. La verdad de la maldición está cerca... pero también lo está aquello que desea devorarte.
Takeshi alzó la vista hacia las montañas lejanas. Allí donde el cielo besaba las cimas, su destino lo esperaba.
Y la oscuridad, paciente, lo sabía.